30.3.11

El agujero de la roca. Otros lugares para «ver» a Dios

Sal Terrae 97 (2009) 375-386

Dolores Aleixandre Parra, rscj*




A Moisés le pasaba como a nosotros: quería ver a Dios, y posiblemente estaba convencido de merecérselo después de haber hecho el esfuerzo ímprobo, a su edad, de escalar el Sinaí, aquel macizo rocoso, amenazador y de difícil acceso. Y llegó Dios envuelto en una densa nube, y con una nube por medio no se podía ver nada; así que Moisés tuvo que conformarse con escuchar lo que le decía Dios, pero sin verlo (Ex 34,5). Pasó una tarde, pasó una mañana. Primera frustración.
      Moisés se creyó a pies juntillas lo que Dios había dicho de él cuando le defendió de las críticas de Aarón y María: «Con Moisés hablo cara a cara, como un amigo habla con su amigo» (Nm 12,6-8). Y se emocionó mucho al saber cuánto le quería el Señor, y por eso se atrevió a decirle: «Déjame ver tu gloria». Y se llevó un pequeño chasco al escuchar: «Métete en el agujero de la roca» (Ex 33,18-23). Pero se metió dentro sin rechistar y se conformó con ver la espalda de Dios. Pasó otra tarde, pasó otra mañana. Segunda frustración.
      Y llegó Elías, el rotundo, el radical, el incendiario, y volvió a escalar el mismo monte, que ahora le decían «Horeb»; y cuando empezaron los truenos, los relámpagos, la tempestad, el fuego y el terremoto, a Elías le gustó mucho, y pensó que éstos sí que eran unos efectos especiales dignos de su Dios, y no como los ídolos, que no dicen ni mu. Pero resultó que en todo aquello no estaba el Señor y, desconcertado, tuvo que aprender a reconocerle en «la voz de un silencio tenue» (1 Re 19,12). Pasó otra tarde, pasó otra mañana. Tercera frustración.
      Y llegó Tomás al cenáculo, y le molestó que los otros discípulos le dijeran con aire de superioridad que habían visto al Señor. Así que, cuando el Resucitado volvió a hacerse presente entre ellos, Tomás lo vio y lo tocó con la secreta satisfacción de que ahora él estaba por encima de los demás, pero se quedó de piedra cuando Jesús le dijo que eso no era nada y que lo importante era creer sin haber visto (Jn 20,19-29). Pasó otra tarde, pasó otra mañana. ¿Otra frustración más? ¿O no será más bien que, una y otra vez, se nos está disuadiendo pacientemente, como a discípulos torpes que somos, de seguir empeñados en ver a Dios a nuestra manera y no a la suya? Porque el poder conocer de modo directo es lo que caracteriza precisamente la relación con los ídolos, mientras que, cuando Juan afirma: «hemos visto su gloria» (Jn 1,14), la expresión viene precedida del reconocimiento asombrado de que la Palabra, acampada entre nosotros, ha tomado nuestra frágil condición. A partir de ese momento ya no va ser posible «ver su gloria» más que situándonos, lo mismo que Moisés, en ese nuevo «agujero de la roca». Y sólo la veremos en contacto estrecho con lo humano y sus debilidades, glorias, miserias, bellezas y contradicciones.
      Fue ahí donde el propio Jesús entró en contacto con el Padre, y así nos lo presenta Marcos en el primer capítulo de su evangelio: Jesús hace su aparición en el «agujero» más profundo de la tierra, el Jordán, y es precisamente allí donde se escucha la voz del Padre señalándole como el Hijo amado en quien se complace. A partir de ese momento, Jesús se convierte en portador de esa complacencia y va a ir haciéndola presente en los diferentes lugares por los que se va desplazando con una movilidad sorprendente: del desierto a Galilea, donde anuncia la llegada del Reino; a la orilla del mar, llamando a los primeros discípulos; en Cafarnaúm a lo largo de una jornada de Sábado: por la mañana, en la sinagoga, sana a un endemoniado; a mediodía, en casa de Simón, cura a su suegra; por la tarde, a la puerta de la casa, acoge a una multitud de enfermos; de madrugada, ora en un descampado; a continuación, recorre aldeas y pueblos; y, finalmente, cura a un leproso. No son lugares «sagrados»; es su presencia la que los convierte en teofánicos, porque allí donde él se hace presente, los cielos «se rasgan» y Dios «se deja ver» en su Hijo, y siguen resonando sus palabras, que invitan a escucharle. Está iniciándose la nueva era mesiánica, y quizá por eso los 46 versos que componen este primer capítulo de Marcos poseen un estatus especial: son los únicos en los que Jesús realiza un recorrido casi «triunfal», sin las sombras, murmuraciones, resistencias o conflictos que aparecen ya en su horizonte en el siguiente capítulo, a partir de la curación del paralítico (Mc 1,6), y que irán creciendo hasta el desenlace final.
      Los lugares inaugurales en los que se movió en los comienzos de su vida pública tienen algo de normativo para nosotros: fue precisamente en esos lugares y no en otros donde Jesús experimentó la atracción del Padre y los que él eligió como primicias para dejar sentir su presencia a través de sus gestos y palabras. Si les prestamos atención, pueden convertirse para nosotros en nuestros «agujeros de roca» hoy, y quizá desde alguno de ellos, lo mismo que Moisés, podamos contemplar «la espalda» del Dios de rostro invisible.


1. Lugares de preguntas iniciales, inquietudes y expectación

«La cosa empezó en Galilea» (Hch 10,37), dirá Pedro en su discurso, bautizando para siempre a Galilea como lugar de comienzos. Estaba en una buena coyuntura para ello, porque sus gentes estaban menos atadas que las de Judea a tradiciones y disquisiciones en torno a la Torá. Los galileos vivían más despreocupados por conservar la memoria de antepasados ilustres o de venerables predecesores; ningún personaje de peso había marcado aquella región con su fama; ninguna tumba patriarcal la había convertido en tierra sagrada; a ningún profeta se le había ocurrido nacer allí... Por eso, la peor crítica a que pudieron someter a Nicodemo sus colegas fariseos, cuando él intentaba defender tímidamente a Jesús, fue preguntarle si iba a resultar que era de Galilea, rematando su intervención con una impertinencia cargada de ironía: – Estudia, estudia, Nicodemo, que te vemos un poco flojo en el conocimiento de las tradiciones ¿O es que no sabías que de Galilea no ha surgido nunca un profeta? (cf. Jn 7,52).
      Lo peor (¿o lo mejor?) de Galilea ya lo había descubierto Isaías cuando le llamó «camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles...» (Is 8,28). Corrían aires de libertad en aquella sociedad mezclada y heterogénea, acostumbrada al ir y venir de las caravanas de Oriente y de muchos griegos y romanos en las calles de sus ciudades. Había algo de marginal en una Galilea refractaria a seguir escuchando los discursos, palabras y temas de siempre. Por eso, cuando Jesús comenzó a hablar, «la gente estaba admirada de su enseñanza, porque enseñaba con autoridad, y no como los escribas [...] Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva llena de autoridad!”» (Mc 1,22.27).
      El «estilo escriba» ya sabían lo que daba de sí: estaba fijado y bien fijado y se pasaba como un estribillo de padres a hijos:
«Hijo mío, repite la enseñanza de siempre, no te desvíes a la derecha ni mucho menos a la izquierda; guárdate de la novedad de los lenguajes innovadores y de los gestos atrevidos; recela de cualquier adaptación del depósito sagrado; refúgiate en lo que siempre se ha hecho y dicho; no descuides los pliegues de tu manto de oración; que las filacterias tengan la medida y la forma reglamentarias. Esto es el Alef y la Tau de nuestra enseñanza».
      Como contraste, los evangelistas parecen recrearse en escenas en las que el «estilo escriba» salta por los aires: no es difícil captar lo rítmico y cansino del estribillo con que los eruditos de Jerusalén contestan a la pregunta de Herodes sobre el lugar del nacimiento del Mesías:
«En Belén de Judá, pues así está escrito en el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, ni mucho menos, la menor entre las ciudades principales de Judá porque de ti saldrá un jefe que será pastor de mi pueblo, Israel» (Mt 2,6).
      Tan bien se lo sabían que siguieron impertérritos en sus despachos de Jerusalén escrutando los viejos pergaminos, sin necesidad de desplazarse a Belén como aquellos magos de itinerario errático.
      También Nicodemo tenía bien preparado aquella noche el exordio de su discursito ante Jesús, en tono de plural mayestático y de «captatio benevolentiae»: «Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en efecto, puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él» (Jn 3,6). Pero la respuesta de Jesús fulminó su intención de mantenerse en el nivel de un intercambio de saberes y bibliografías: «Te lo aseguro, Nicodemo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios». Nacer de nuevo: ¿qué salida de tono era aquello? ¿A qué venía aquel cambio de nivel, aquella desviación abrupta de lo que iba a ser un sereno diálogo entre iguales en torno a sus mutuas interpretaciones de algunos puntos oscuros de la ley?
      Nicodemo no estaba en aquel momento por la labor de que aquel galileo casi desconocido lo empujara hacia el ámbito inquietante de un nuevo nacimiento, pero tuvo que soportar aún un segundo envite por parte de Jesús: «¿Tú eres maestro de Israel e ignoras estas cosas?», antes de escabullirse sigilosamente en medio de la noche. Sólo nacerá de nuevo la víspera de la fiesta solemne de la Pascua, cuando salga fuera de la matriz de los muros de Jerusalén, cortando el cordón umbilical que lo unía a los fariseos para ponerse públicamente de parte de aquel hombre maldito que colgaba de un madero (Jn 19,39).
      También los de Emaús tenían las cosas muy claras y se las repitieron al que caminaba con ellos, en un relato lleno de un ritmo aprendido de memoria:
«Lo de Jesús el Nazareno /
profeta poderoso /
en obras y palabras /
ante Dios y ante todo el pueblo...».
      Eran respuestas de un catecismo bien sabido y a prueba de sobresaltos; por eso no habían hecho caso de aquellas mujeres visionarias que se atrevían a poner en boca de ángeles una noticia estrafalaria: «¡Está vivo!». Menos mal que el criterio ponderado y ecuánime y el buen hacer teológico masculino habían conseguido restablecer el orden y deshacer aquel bulo, claramente viciado por la ideología de género: «Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo hallaron todo como las mujeres decían, pero a él no lo vieron» (Lc 24,19-24). No se hable más: Roma locuta, causa finita.
      Pero el caminante desconocido parecía darles la razón a las mujeres, mientras que ellos quedaban como torpes, cortos y mostrencos.
      Y es que las palabras y actuaciones de Jesús eran retazos de paño nuevo que rasgaban el antiguo, y los viejos odres ya podían contener el vino joven del Reino. Por eso levantaba una polvareda de inquietudes y preguntas: ¿Dónde vives? (Jn 1,38); ¿Adónde vas? (Jn 13,36); ¿De dónde eres? (Jn 19,9); ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46); ¿Qué tienes que ver con nosotros? (Mc 1,24); ¿Quién es este hombre? (Mt 8,27); ¿Dónde ha adquirido todo esto? (Mc 6,2); ¿De dónde le viene...? (Mc 13,56)...
      En las Galileas de hoy, el discurso eclesial apenas despierta inquietudes, y su intento de seguir transmitiendo la fe como una herencia recibida, como un depósito doctrinal, moral, sacramental o canónico, les suena a muchos a «discurso de escribas».
      Necesitamos entrar en un «agujero de la roca» que nos permita ver cómo está Dios actuando en la sociedad contemporánea y preguntarnos no tanto «cómo transmitir la fe», sino más bien qué es lo que está ocurriendo entre Dios y los hombres y mujeres que viven en los comienzos de milenio y por qué caminos quiere encontrarlos y hacerles nacer a la vida1. La atención tiene que desplazarse hacia la relación que Él desea instaurar con ellos, estando abiertos a otros modos, ideas, propuestas, modos de estar, amar o pensar, porque, si ahí late la vida, ¿quiénes somos nosotros para impedir a Dios que se comunique y actúe? (cf. Hch 11,18).
      Una «enseñanza nueva con autoridad» transita hoy necesariamente por caminos que invitan a una adhesión libre a la fe, que será siempre objeto de una elección. Y surgirá del convencimiento de que la belleza, el encanto y el poder de atracción de la Iglesia sólo residen en el Evangelio de su Señor y no en costumbres, rúbricas, lenguajes o atuendos obsoletos. Porque lo que otorga novedad y autoridad es la buena noticia que se comunica con palabras que dan vida, comunican energía y hacen emerger espacios nuevos de alegría y libertad. Porque era eso lo que la gente sentía cuando se acercaba a Jesús.


2. Lugares de proximidad, roce, compasión y aliento

«El plazo se ha cumplido, el Reino de Dios se ha acercado. Convertíos y creed en la buena noticia» (Mc 1,15).
     Dos verbos en perfecto anuncian la doble transformación que ha acontecido en el pasado y cuyos efectos perduran. La primera afirmación se refiere al tiempo, y la segunda al espacio. Otras expresiones evangélicas, como «entrar en el Reino» o «no estar lejos del Reino de Dios», revelan que lo esencial es el dinamismo de aproximación, aunque esa proximidad no signifique plena coincidencia y su llegada sea objeto de palabra y no de visión. Ésta es la buena noticia: que Dios ha puesto ya gratuitamente «su parte» y ha acercado su Reino indistintamente a todos. Pero no se trata de un enunciado neutro, sino de una palabra dirigida a quienes estén dispuestos a recibirla y, por eso, sometida a su libertad: convertíos y creed.
      Las escenas que siguen muestran a Jesús arrastrado por esa corriente de aproximación del Padre: «se acercó, la tomó de la mano y la levantó [...]. Le trajeron todos los que tenían enfermedades [...]. Compadecido, extendió la mano y le tocó...» (Mc 1,15.31.34.41).
      Desde este «agujero de la roca» podemos contemplar cualquier coyuntura histórica como ocasión favorable, porque en ella sigue estando vigente aquel anuncio del kairós de la cercanía de Dios y de su Reino proclamado por Jesús, y nada ni nadie puede revocarlo. Dar crédito a ese anuncio genera una confianza absoluta en la cercanía de Dios en la historia de la humanidad y nos lleva a descubrir, más allá de sus aspectos sombríos, la fuerza de su presencia.
      Ésa es la buena noticia, destinada también a quienes no acepten convertirse, porque Dios es un amor que nunca se retira. A cada persona la está «rozando» el Reino y se le ha acercado el tiempo de Dios. Si miramos así, evitaremos adoptar en la evangelización posturas de superioridad por parte de quienes «tienen cosas que enseñar» hacia quienes «sólo pueden aprender». El Evangelio no se comunica más que por contagio relacional y en un diálogo de reciprocidad, en el que unos y otros caminamos juntos en la dirección de ese Reino que nos ad-viene.
      En las Galileas de hoy estamos llamados a establecer, también con los que no comparten nuestra fe, relaciones de proximidad, reciprocidad e intercambio, a compartir con ellos oscuridades y preguntas y también momentos de luz y de revelación. Porque evangelizar no consiste en transmitir unas creencias que circulan sólo de arriba abajo, ni en diseñar estrategias de conquista o reconquista frente a un mundo percibido como alejándose irremediablemente de Dios. De ahí la urgencia de huir de cualquier suficiencia que desemboque en una «pastoral del reproche» y tratar de caminar con las personas tal como son y a partir de su verdadero punto de partida, sea el que sea2.
      «Toda la ciudad se agolpó a su puerta». Y la puerta no estaba cerrada, ni había que pedir número, ni esperar en una antesala..., porque él estaba fuera, accesible, con tiempo, sin prisa. Al curar a los enfermos aquella tarde, o al leproso al día siguiente, les estaba comunicando una sobreabundancia de vida, pero sin invitarles a hacer un acto explícito de fe en él ni a formar parte de su grupo de discípulos. Los tocaba con un enorme respeto a la libertad de cada uno en lo cada uno que tenía de único, y los enviaba sencillamente a la verdad de su existencia. Eran hombres y mujeres, habitados por un deseo de vivir, que se le acercaban porque intuían que él poseía el poder de comunicarles esa vida. El Reino que se les había aproximado abría ante cada uno una infinita variedad de respuestas. La mayoría de ellos recibía algo de Dios a través de Jesús, pero volvían a su vida sin adherirse plenamente a él3. Lo importante era que Dios sí se les había adherido y había hecho presente para ellos algo de la compasión de Aquel que dominaba el arte de acoger, de amparar y de ofrecer asilo entre sus brazos a las vidas heridas y a los cuerpos maltrechos de tantos hombres y mujeres. Los mismos que hoy siguen esperando de nosotros la ternura y el cobijo aprendidos de sus gestos y de sus palabras.


3. Lugares de limitación, carencia y fractura

«Cuando arrestaron a Juan...». Es la única nota sombría del capítulo. La garra del poder ha hecho su aparición como un aviso a Jesús: que se dé por enterado de que desde arriba no van a tolerar que algo se mueva o cambie, o que alguien pretenda innovar, remover, cuestionar o disentir. La noticia llega hasta Jesús con una coletilla subliminal: éste es el destino de los que se desmandan; mejor estarse callado; es más prudente no significarse y esperar tiempos mejores. Pero son advertencias que no hacen mella en él, sino que provocan su decisión de intervenir y de tomar la palabra. El silenciamiento de Juan le empuja a hacerse oír; lo que parecía ser el final de un proyecto se transforma en inicio de una esperanza mayor. Y Jesús comienza a adentrarse en lugares de peligro: en el del poder deshumanizador de las fuerzas diabólicas que ejercen su dominio, dividen, desintegran y desquician. En el de la fiebre y las dolencias múltiples que, como un tentáculo, atraen hacia el sheol a sus presas. En el de la impureza de la lepra, que convierte a un ser humano en maldito y excluido. Son lugares donde lo humano está fracturado y amenazado; lugares sombríos y subterráneos de los que conviene mantenerse alejado y distante, porque contaminan y contagian.
      Pero va a cumplirse la profecía de Isaías al hablar de los tiempos mesiánicos: «el niño meterá la mano en la hura del áspid» (Is 11,8). Jesús se está acercando a esos no-lugares con la frescura y la confianza de los niños y metiendo su mano en ellos. ¿Cómo puede extrañar que le muerda el áspid y le alcance el veneno de la serpiente?
      Pero eso será más tarde; ahora solo asistimos a la ráfaga de luz que está brillando sobre los que habitaban en tierra de sombras. Alguien ha tomado un camino inverso al de la resignación, la pasividad o la huida; se están inaugurando los tiempos mesiánicos en que el pobre que clamaba y los afligidos sin protección sienten la presencia de alguien que está de su parte y que no parece tener nada más importante que hacer que sentarse a la puerta de la casa en que se aloja, para acoger, acariciar, enjugar el sudor y las lágrimas. «Si quieres, puedes curarme... Quiero»: aquel verbo fue suficiente para comunicar al leproso la certeza de que ni la enfermedad ni el dolor ni la muerte tenían la última palabra sobre él.
      Desde este «agujero en la roca» se hace visible un Dios que toma partido por la vida de cualquier ser humano y que nos llama a hacernos presentes en los lugares donde esa vida está amenazada, algo que ha sido siempre la «especialidad cristiana». Y a hacernos conscientes de que sólo de la compasión y de la implicación cordial y efectiva con quienes «tienen todos los poderes en contra» pueden nacer los gestos que restauran y dan fuerzas para seguir adelante.


4. Lugares de «sabia discontinuidad»

«Estuvo en el desierto [...], fue a Galilea [...], entró en la casa [...], salió a un lugar desierto [...], venían a él de todas partes..., se quedaba fuera en los lugares desiertos» (Mc 1,12.14.29.35.45).
    La lectura seguida del capítulo nos hace ver la vida de Jesús con un ritmo discontinuo y una constante alternancia: se mezcla con la gente, pero se retira a lugares de soledad; habla, pero busca también el silencio; camina rodeado de discípulos, pero se escapa al desierto. Más adelante, le veremos durmiendo a popa en la barca, mientras los discípulos reman agitados en medio de la tempestad (Mc 4,38).
      Está obedeciendo al mandato del Deuteronomio que ordena vivir la vida «ritmada» en esta alternancia binaria: «Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales» (Dt 6,7-9). Y ha incorporado a su existencia el convencimiento de Qohelet de que hay «tiempo de plantar y tiempo de arrancar; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de buscar y tiempo de desechar; tiempo de callar y tiempo de hablar...» (Qo 3,5-8).
      No duerme ni reposa el guardián de Israel, pero es porque lo propio de Dios es la permanencia, la constancia, la perpetuidad, la durabilidad, mientras que nuestra condición humana está marcada por la intermitencia, la discontinuidad y la necesidad de tregua y de descanso. Son consecuencias de nuestra fragilidad y limitación, y Jesús, al asumirlas, incorpora a su ritmo vital pausas, paréntesis, intervalos y tiempos de respiro4. Había hecho suya la sabiduría del orante del Salmo 127:
«Si el Señor no construye la casa,
      en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
      en vano vigilan los centinelas
Es inútil que madruguéis,
      que retraséis el descanso, que comáis un pan de fatigas.
¡Si Dios lo da a sus amigos mientras duermen!».
      El salmista contrapone dos maneras de relacionarse con Dios: la primera pone el acento en el propio esfuerzo: construir, cansarse, guardar, vigilar, madrugar, retrasar el descanso..., y el resultado es sentirse albañil o centinela. En la segunda, el protagonista es el Dios que da, y la relación con Él es de amigos; y eso que Dios da, frente al pan de fatigas, se recibe como una herencia o un salario no conquistados ni merecidos, sino, como diría San Juan de la Cruz, alcanzados «por ventura».
      No es difícil reconocer el primero de esos modos en la compulsiva actividad de Marta, incapaz de concederse un tiempo de sosiego para acoger al huésped (Lc 10,40); o en el sombrío trabajo del hijo mayor, que nunca dejaba el trabajo para hacer fiesta y comer con sus amigos (Lc 15,29). Acierta, en cambio, María cuando se sienta a los pies de Jesús sin hacer nada más que escucharle (Lc 10,28); y también aquel hombre de la parábola que, después de sembrar, se echaba a dormir confiando en que la semilla seguía creciendo por sí misma aunque él no supiera cómo (Mc 4,28).
      En las Galileas de hoy necesitamos ese humilde reconocimiento de nuestros propios límites para adaptarnos a ritmos discontinuos, aparentemente menos eficaces. Saber hacerlo supone una negativa a la pretensión de dominarlo y controlarlo todo, a la tendencia a ser protagonistas, a sentirnos salvadores universales y a confundir lo que hacemos con lo que somos.
      Hay un «agujero de la roca» desde el que vamos aprendiendo a reconocer lo que Dios es capaz de hacer en nuestra vida si le dejamos. Y eso supone estar un poco de vuelta de los propios sueños de omnipotencia y eficacia y confiar menos en nuestras propias fuerzas y más en su acción. Y dejar de pensar que seguir a Jesús consiste únicamente en anunciar su Evangelio, tratar de expulsar demonios y remediar dolencias y gastar todas nuestras energías en quehaceres, desvelos, tareas y madrugones. ¿Para cuándo acompañar también al Maestro al desierto y al descampado, estar con él en sus pausas de soledad y de respiro y seguirle en sus tiempos de estar ante el Padre, no como un obrero o un centinela, sino como el Hijo amado que abandona ante Él su cansancio y sus luchas?
      «Rendíos y conoced que yo soy Dios», reclama Dios mismo en un salmo (Sal 46,11). Y el verbo citado («rendirse») puede traducirse también como dejar, abandonar, soltar, estar quieto, ceder, permitir... Como si nos dijera: «Estad tranquilos, no me busquéis agitados y ansiosos tratando de verme: estoy esperando vuestro silencio y vuestra quietud para dejarme ver y alcanzar. Y si estáis rendidos de sueño, dejaos caer en mis brazos».
      Y es que, a lo mejor, estorbamos menos al Reino de Dios que se nos acerca y nos da alcance precisamente cuando estamos dormidos.











*      Escritora. Madrid. <daleixandre@gmail.com>.
1.     Ph. Bacq – C. Théobald, Une nouvelle chance pour l’Évangile. Vers une pastorale de l’engendrement, Lumen Vitae – Novalis, Bruxelles – Québec 2004, p. 21.
2.     Cf. op. cit., pp. 7-28
3.     Cf. op. cit., p. 25
4.     «Nadie ha vivido tan unificado como Jesús, tan menos fraccionado; nadie ha vivido el amor a Dios y al mundo de una manera tan integrada, tan bella, tan pura. Pero los evangelios nos lo presentan como un “hombre de dos tiempos”: el tiempo primero es el de la misión, las relaciones, los encuentros, la actividad sanante, la compasión por los pobres, la polémica con los fariseos. Pero también hombre de un segundo tiempo: justo cuando está más invadido y rodeado de gente, se marcha al desierto, al monte, al huerto... a orar. Jesús, que encuentra a Dios como nadie, y le adora y le sirve en esos tiempos primeros, se marcha a los tiempos segundos para aclararse más sobre su misión» (José Antonio García, Curso a las RSCJ sobre «Buscar y hallar a Dios en todas las cosas», Santa María de Huerta, Verano de 2004).

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