6.9.11

Ser pobre es VIVIR en SOLEDAD



La soledad, Dios mío,
no es que estemos solos,
es que tú estás aquí,
porque ante ti todo muere
o se convierte en ti.

¿De qué nos serviría ir al fin del mundo
para encontrar un desierto?
¿De qué nos serviría encerrarnos tras unos muros
que nos separasen del mundo,
si tú no estarás más presente allí
que en este estruendo de máquinas
o en esta multitud de miles de rostros?

Somos lo bastante infantiles como para pensar
que todas estas personas reunidas
son lo bastante mayores,
lo bastante importantes,
lo bastante vivas,
como para cegarnos el horizonte
cuando miramos hacia ti.

Estar solo
no es haber dejado atrás a los hombres,
o haberlos abandonado;
estar solo es saber que tú, Dios mío, eres grande,
que sólo tú eres grande,
y que no hay mucha diferencia
entre la inmensidad de los granos de arena
y la inmensidad de las vidas humanas reunidas.

La diferencia no afecta a la soledad,
porque lo que hace más visibles estas vidas humanas
a los ojos de nuestra alma, más presentes,
es esta comunicación de ti que poseen,
es su prodigiosa semejanza
con el único que existe.
Es como un fragmento de ti,
y ese fragmento no daña la soledad.
¡Saber por una vez en la vida que eres único!
Haber encontrado por una vez
—y quizá en un verdadero desierto—
la zarza que ardía sin consumirse,
la zarza del que ha instaurado en nosotros y para siempre
la soledad.

Moisés, cuando encontró por única vez la inefable zarza,
pudo volver entre los hombres
llevando consigo un inalterable desierto.
Así nosotros
no reprochemos al mundo,
no reprochemos a la vida,
que nos vele el rostro de Dios.
Encontremos ese rostro,
porque él velará y absorberá todas las cosas.
Dejémonos de niñerías.
La leña que arde en el fuego hace caso omiso del paisaje.
Habitamos un prodigioso brasero.
Si no nos quema, es que nuestros pies están a un lado,
no es culpa del entorno.
¡Qué importa nuestro lugar en el mundo!,
¡qué importa que esté poblado o despoblado!,
en cualquier lugar somos «Dios con nosotros»,
en cualquier lugar somos Emmanueles.

Madeleine Delbrêl