Para los hijos de Dios la tierra es una casa de su Padre del Cielo. Todo lo que hay sobre la tierra, y el mismo suelo, le pertenece. Sí, verdaderamente, la tierra es una casa de su Padre. No desprecian ninguna habitación, ningún continente, ni ninguna minúscula isla, ni ninguna nación, ni ningún patio; ninguna de esas habitaciones, que son las plazas, las aceras, las oficinas, las tiendas, los muelles, las estaciones...Tienen que crear en ella el espíritu de familia.
Cada mañana, cuando van por la calle, se maravillan al ver con sus ojos carnales a todos estos hermanos a los que sólo encontraban, desde siempre, en la espesura de la fe. No pueden separarse de ellos, ni tratarlos como extraños; la propiedad de un asiento resulta discutible; las propiedades comerciales mucho menos intransigentes. Las distinciones sociales se tambalean. Las categorías de los valores humanos se vuelven frágiles.
Pocas diferencias caben frente a este título común de hijo de Dios: no son más importantes ni más visibles que un hilo de color sobre la superficie de una sábana blanca. Como en la radiografía se ve desaparecer en la pantalla la ropa, los músculos, todo lo que no es lo esencial del organismo; del mismo modo, ante el apelativo de hijo de Dios, desaparece todo lo que no es nuestro parentesco teologal.
Madeleine Delbrêl