31.3.11

RupnikArte

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La paz de tus ojos- La Oreja De Van Gogh

"No he podido esta vez,
vuelvo a no ser,
vuelvo a caer.
Qué importa nada si yo,
no sé reír,
no sé sentir..."  


"Sé que me he vuelto a perder,
que he vuelto a desenterrar
todo aquello que pasé.
No sé ni cómo explicar que sólo puedo llorar,
que necesito la paz que se esconde en tus ojos..."


"Sólo me queda esperar,
verte pasar,
reinventar.
Quiero sentir algo y no sé por donde empezar,
quiero que mi mundo deje de girar,

quiero que mis manos tengan fuerza para dar..."
Cuadro de Monserrat Gudiol

Via crucis con dibujos de Pachi-Fano

Llegaremos a tiempo

"...Si robaran el mapa del país de los sueños

Siempre queda el camino que te late por dentro...
"...la vida son dos trazos y un borrón..."

30.3.11

Contemporáneas de hace veinte siglos

Dolores Aleixandre
 Una mirada a siete iconos femeninos del Evangelio - Cuentan que un novicio jesuita preguntó un día al P. Kolvenbach, Superior General de la Compañía de Jesús: "Padre ¿Vd. cómo reza?", "Rezo con íconos". "Y ¿qué hace?, ¿los mira?" "No. Me miran ellos a mí..." Un ícono reclama en un primer momento nuestra mirada pero, si hay algo que nos sorprende y nos atrae de ellos es que, sea cual sea el ángulo en que nos situemos, tenemos la sensación de que nos están mirando. Vamos a acercarnos a contemplar siete iconos de mujeres del Evangelio y lo haremos desde situaciones concretas que hoy vivimos, tratando de que su mirada nos comunique algo de lo que ellas experimentaron en la cercanía de Jesús.
1. ISABEL (Lc 1, 39-45) Un rasgo de nuestra sociedad es el individualismo, el ensimismamiento narcisista que nos centra y concentra en nuestro yo como lugar preferente de atención, dedicación, cuidado e inversión de casi todas nuestras energías disponibles. Da la sensación de que todo desde fuera invita a vivir ensimismados y sordos a las voces que nos vienen de más allá de nosotros mismos. Muchas fuerzas externas a nosotros nos llaman a reducir nuestra vida al tamaño de un bonsai, a encoger los deseos hasta reducirlos a los pequeños bienes accesibles y a conformarnos con pequeñas dosis de placer egoísta. Pero en ese ensimismamiento irrumpen también las "visitaciones": si releemos Lc 1,39-45, encontraremos a Isabel, la prima de María, como prototipo de una vida "visitada", de una existencia que corría el peligro de cerrarse en la pequeña felicidad de su fecundidad sorpresiva y en la que, sin embargo, se abrió paso una voz que venía de más allá de ella misma. Isabel escuchó aquella voz y supo reconocer a María como la nueva Arca de la Alianza que llevaba dentro la salvación. Y Lucas nos da el dato de que "el niño se puso a dar saltos de alegría en su vientre"(Lc 1,44). Isabel, "la visitada", puede enseñarnos a reconocer todo aquello que viene a nosotros envuelto en el disfraz de lo insignificante, algo que constituye una constante bíblica desde Abraham, aquel oscuro nómada que se reveló como portador de bendición, hasta los de la parábola del juicio final de Mateo 25. Hoy sabemos que la miseria que afecta a dos terceras partes del planeta no ha dejado de crecer en las últimas décadas, lo mismo que el impacto de la emigración y de la pobreza creciente. Y, cuando tenemos la tentación de hacernos los sordos a todas esas llamadas, el Evangelio nos ofrece como tesoro secreto la noticia de que es el Señor mismo quien se oculta bajo esos rostros. Por eso nos urge a estar siempre "de parte de los visitantes" y a saber descubrir como portadores de bendición a aquellos que irrumpen e incomodan nuestras vidas que tienden a replegarse y encerrarse. No están lejos de nosotros, nos rodean por todas partes, su voz es fácilmente audible. Bastaría quitarnos los auriculares un momento para escucharles llamando a nuestras puertas. Y abrirlas puede transformar nuestras vidas y llenarlas de alegría porque son las personas y no las cosas, la fuente privilegiada de felicidad.
2. ANA LA PROFETISA (Lc 2, 36-38) Pertenecemos a una generación devorada por la inmediatez, con enorme dificultad para encajar procesos de larga duración: navegamos por Internet, viajamos en trenes de alta velocidad, cocinamos en microondas, consumimos sopas instantáneas... La publicidad nos lo fomenta: "Disfrute hoy de su compra y pague dentro de ocho meses..." Y el problema está en que con frecuencia intentamos aplicar esos mismos ritmos a las relaciones humanas, pero ni una amistad, ni una pareja, ni una familia, ni una comunidad se forjan con esa medida ultrarrápida del tiempo, sino que necesitan procesos lentos de crecimiento que se nos hace difícil aceptar. Ana, la profetisa, a quien el Evangelio nos presenta esperando toda su vida la llegada del Mesías y celebrando haberlo encontrado en sus últimos días, nos ofrece la sabiduría del saber esperar. La imagen que nos da de ella Lucas es que "le compensó" haber pasado la vida entera a la espera y que, como no quedó defraudada sino premiada con creces, su alegría se desbordó en la alabanza y el agradecimiento. Esperar algo requiere una cualidad que el Nuevo Testamento llama "aguante activo" y que solemos traducir por "paciencia", pero que tiene más de acoger que de soportar. Revela una capacidad de ser receptivo y eso sólo es posible con una confianza que se instala en el fondo y que da fuerza para acoger la vida concreta, los acontecimientos y las cosas en lo que pueden tener de dificultoso, duro, penoso o contrariante. Las imágenes que usa el Nuevo Testamento para hablar de esa actitud sugieren que el que espera empieza ya a disfrutar en el presente de aquello que es objeto de su espera, aunque la total posesión de lo que ya ha comenzado a gozarse no sea aún mas que objeto de promesa: - cuando un campesino pasea por su campo y ve el trigo apuntando, se alegra ya, aunque sepa que aún no está la cosecha en su granero y que sólo la posee en forma de promesa (cf Mc 4,26-29) - los invitados a un banquete tienen ya en las manos la invitación a las bodas, que pone en marcha los dinamismos de la preparación de la fiesta, la impaciente espera del momento en que llegue el novio que está ya en camino(cf Mt 22,1-2; 25,1-12) - el que "atesora un tesoro en los cielos" goza de saberlo a salvo en un lugar "donde no llega el ladrón ni roe la polilla" (Mt 12,33) - la mujer embarazada no tiene aún el hijo en sus brazos, pero vive de la promesa de su presencia y, en el momento del parto, está angustiada pero aguanta el dolor desde la alegría prometida de poder dar una nueva vida al mundo (cf Jn 16,21). Ana la profetisa puede comunicarnos algo del secreto de la esperanza.
3. LA SUEGRA DE PEDRO (Mc 1,29-31) Al invitarnos a recorrer junto a Jesús una de sus jornadas en Cafarnaúm (Mc 1,21-38), Marcos nos presenta una escena en la que vemos, como en maqueta, todo lo que va a ser la existencia de Jesús: "Después de salir de la sinagoga y con Santiago y Juan, se dirigió a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se la recomendaron. El se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles" (Mc 1,29-31). Una mujer anónima, a la que sólo conocemos referida a su yerno y poseída por la fiebre, fue introducida en la fiesta comunitaria del servicio fraterno por la mano liberadora de Jesús. Al comienzo del texto de Marcos, por tanto, es alguien en posición horizontal que es la de los muertos, separada de la comunidad y dominada por la fiebre. Al final del relato la encontramos en pie, curada y prestando servicio. Ha empezado a "tener parte con Jesús" (Jn 13,8). El secreto de la transformación se nos revela de una manera escueta: es el primer gesto silencioso de Jesús del que hay constancia en Marcos y tres verbos bastan para su sobriedad: "se acercó", "la cogió de la mano", "la levantó". En un mundo en el que las relaciones se establecen a través del poder, de la dominación, de una manera de ejercer la autoridad en que el fuerte se impone sobre el débil, el rico sobre el pobre, el que posee información sobre el ignorante, la escena de esta mujer curada por Jesús nos introduce en el nuevo orden de relaciones que deben caracterizar el Reino: en él la vinculación fundamental es la de la hermandad en el servicio mutuo. La praxis de Jesús desestabiliza todos los estereotipos y modelos mundanos de autoridad, descalificando cualquier manifestación de dominio de unos hermanos por otros: se inaugura un estilo nuevo en el que el "diseño circular" reemplaza y da por periclitado el "modelo escalafón". Su manera de tratar a la gente del margen pone en marcha un movimiento de inclusión en el que la mesa compartida con los que aparentemente eran "menos" y estaban "por debajo", invalidaba cualquier pretensión de creerse "más" o se situarse "por encima" de otros. Por eso, cuando Marcos nos presenta a la suegra de Pedro "sirviendo", nos está diciendo: aquí hay alguien que ha entrado en la órbita de Jesús, que ha respondido a su invitación de ponerse a los pies de los demás y por eso está "teniendo parte con él.". Muchas de las dificultades que tenemos en la vida relacional nos vienen de nuestra resistencia a ponernos en la postura básica de un servicio que no pide recompensas, ni reclama agradecimientos, ni se empeña en que "le pongan la medallita". Al que intenta vivir así, le basta con la alegría de evitar cansancio a otros y con el gozo de poder estar, como Jesús, con la toalla ceñida para lavar los pies manchados del camino de los hermanos. Imaginad la novedad que supondría este modo de relacionarnos con la gente y entre nosotros.
4. LA VIUDA POBRE (Lc 21,1-4) Dicen los sociólogos que la fragmentación es una de las características más clara del individuo posmoderno. No estamos enteros en las cosas ni en los encuentros, sino divididos, parcializados, presentes sólo con una parte de nuestro ser: estamos trabajando soñando con el fin de semana y estamos en la caravana de retorno a casa el domingo por la tarde añorando el "hogar, dulce hogar". Nos cuesta tomar decisiones, nos aterra hacer elecciones que nos cierren posibilidades, huimos de compromisos duraderos que cojan a nuestra persona entera, nos horrorizan las palabras "definitivo", perpetuo, total... Preferimos que todo quede abierto, reservándonos siempre la posibilidad de marcha atrás. Aquella viuda pobre que echó la segunda monedita en el cepillo del templo provoca nuestro asombro y, por lo que se ve, también el de Jesús: tenía entre las manos dos monedas y no se puso a dudar, ni a calcular cuánto le darían a plazo fijo invirtiéndolas en un seguro de vejez o en el superlibretón de la Caixa, o haciendo apartados: esto para el abono a Canal Plus, esto para ir a Benidorm con el Inserso, esto para la letra del coche... Le pareció que era mejor jugárselo todo a una carta, la de la entrega, la de la totalidad, y toda ella estaba entera en su elección tan arriesgada. Toma la decisión temeraria de echar en el cepillo del templo y de una vez las dos moneditas que eran todo lo que tenía para vivir. En la admiración de Jesús por esa mujer se nota la alegría de una coincidencia de fondo: aquella mujer había aprendido, seguramente sin saberlo, aquella extraña sabiduría de Jesús de no atesorar para mañana, esos rasgos de desmesura, desproporción, abundancia, esplendidez, derroche, despilfarro que son característicos de las narraciones evangélicas. Da la sensación de que Jesús carece de sentido de la medida y por eso en Caná es una exageración la cantidad de agua convertida en vino (Jn 2,6), como lo son los doce canastos que sobran de los panes multiplicados (Mt 14,20). La viuda pobre nos ofrece el tesoro de practicar la convicción de que la mejor manera de vivir el futuro es entregárselo todo al presente, atreverse a entrar en la lógica alternativa del derroche y de la pérdida, en un talante de vida no basado en la reserva, la precaución y las previsiones, sino en la presencia apasionada en lo que se vive en el momento presente. Y podríamos empezar por las relaciones interpersonales: en ese campo "echarlo todo" significa que se está convencido de que sólo comprometiéndonos de todo corazón con la otra persona es como llegamos a conocerla de verdad, sólo cuando estamos dispuestos a entregar la segunda moneda, esa que siempre tenemos la tentación de reservarnos, es cuando empezamos a aprender algo de aquello que la viuda del Evangelio supo vivir tan bien: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo" (Lc 10, 28).
5. LA CANANEA (Mt 15, 21-28) Vivimos en tiempos de afirmación del pluralismo. Es un fenómeno que ha existido siempre: grupos y personas individuales con visiones distintas de las cosas y formas diversas de vivir. Hoy eso está acentuado y cada grupo procura afirmar su identidad a partir de lo que le es propio, diferente de los demás: pluralismo de cultura, grupos étnicos, ideas, religiones... El pluralismo puede crear, por un lado, una humanidad más capaz de convivir, pero también le amenazan dos peligros: el de una tolerancia pasiva (dejar pasar, dejar ser, dejar estar...) que lleva a la desintegración, al individualismo o a la autocomplacencia total y que no se deja cuestionar por lo diferente. Otro peligro es la intolerancia combativa: sólo mi grupo tiene razón y está en lo cierto, y todos los que no coincidan con él están equivocados. Esta aparente tendencia unificadora destruye la comunión porque no tolera lo diferente. El igualitarismo no crea comunión: masifica. El personaje de la mujer cananea subraya en su comienzo la distancia entre el judío Jesús y la mujer: él ha sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel y ella no pertenece a ese grupo sino a "los otros". Los gentiles excluidos de la Alianza. Pero la actitud de ella, su confiada existencias, hace avanzar el diálogo, acorta las distancias, rompe las diferencias y la resistencia primera de Jesús se disuelve ante la fe de la mujer. Ambos encontraron los que les hacía "concordes". Al crear el mundo, Dios introdujo el "principio separación": desde entonces la comunión se crea a partir de lo diferente, no de lo igual. Se crea dialogando, colaborando en el contexto de una vida en común, entrando en un dinamismo enriquecedor de intercambio con lo diferente. La comunión se hace por la convergencia: cada grupo crece a partir de las propias raíces, integrando las riquezas que le aportan los demás. Catolicidad significa "pluralidad en la unidad". Una antigua profesión de fe trinitaria dice que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son "concordes en la Trinidad". Es decir, que son concordes precisamente en lo que los distingue. La mujer cananea no se cansó de insistir, de permanecer, de seguir luchando y expresando su inquietud. Y Jesús fue capaz de dejarse convencer, de entender sus razonamientos, de admirar su fe y de transformar su postura inicial. Al final, habían llegado a ser "concordes en la diversidad". Y el resultado fue una niña rescatada de las garras del enemigo, una mujer cananea feliz por haber alcanzado la sanación de su hija y un judío, Jesús, que descubrió la revelación de que el Padre, a través de aquella mujer extranjera, le confiaba una misión que alcanzaba al mundo entero.
6. LA VIUDA DE NAIM (Lc 7,11-17) Dice el Cardenal Daneels que en cada momento de nuestra existencia decimos "adiós" a alguna persona o a alguna cosa, nos vemos enfrentados a la necesidad de despedirnos y de "hacer duelo": envejecemos, vemos apagarse nuestra energía; sufrimos al perder un ser querido: un hijo, el compañero o compañera de nuestra vida, un hermano o una hermana, un amigo, una buena vecina; sufrimos por un trabajo perdido o al que nos vemos obligados a renunciar; sufrimos por tantas heridas y tensiones, por el deterioro de nuestra imagen, por tantas oportunidades fallidas, por la perspectiva de nuestra propia muerte que se acerca inexorablemente... Y dicen los psicólogos que necesitamos aprender a procesar el duelo, saber decir "adiós" a lo que se va y "hola" a lo que llega. Vivimos en una cultura en que, por una parte, la muerte está omnipresente y, por otra, se la aleja en un intento de ignorarla, evacuarla y expulsarla de nuestra conciencia. Nadie se muere porque es ley de nuestra condición mortal, se muere por accidente, o por un error médico, o víctima de una enfermedad para la que aún no se ha encontrado remedio pero que será vencida en el futuro. El paso del tiempo se vive como desvalimiento, inseguridad y perplejidad; es una agresión, y se trata a toda costa de borrar sus huellas, como si fuera algo vergonzoso que hay que ocultar por educación y elemental buen gusto. Nos aferramos a todo lo que poseemos: dinero, fuerzas, trabajos, juventud, saberes, fama, imagen... la pérdida de cualquiera de esos "bienes" nos desconcierta, nos produce rebeldía y fácilmente nos hace caer en el abatimiento. Seguimos anclados en la nostalgia del pasado, incapacitados para mirar lo que nos está trayendo el presente, llorando por haber perdido el sol e impidiéndonos así, por culpa de las lágrimas, llegar a ver las estrellas, como decía R. Tagore. ¿Qué sabiduría encontramos en el Evangelio para vivir de una manera contracultural las pérdidas y el paso del tiempo? Aquella mujer viuda de Naim, que había perdido su hijo único, nos representa a todos nosotros encajando a duras penas todos los adioses que la vida nos va imponiendo y el evangelio nos la presenta recibiendo de manos de Jesús al hijo perdido, ahora como un don y no como una posesión que se retiene compulsivamente. Posiblemente su relación con aquel hijo recobrado adquirió desde entonces otra dimensión preciosa: la del don gratuitamente recibido que no se puede agarrar como propiedad absoluta sino que se tiene entre las manos con agradecimiento y libertad. De aquella mujer aprendemos a saber relativizar, no perdiendo el interés por las cosas y las personas, sino dándoles su justa medida, la medida del amor, de la vinculación y el compromiso. Y a saber, como el árbol a quien le podan las ramas, que es el precio para poder seguir creciendo y dando fruto.
7. LAS MIRRÓFORAS (Mc 16,1-8) Para nadie es un secreto que vivimos tiempos oscuros y que nos sentimos perplejos y tentados de desánimo en incontables ocasiones. De las mujeres que fueron al sepulcro en la mañana de Pascua llevando perfumes quizá podamos aprender su capacidad de afrontar los acontecimientos con sabiduría y audacia. En primer lugar, encontramos a unas mujeres "mirróforas", es decir, portadoras de perfumes, que madrugan para ir a embalsamar el cuerpo de Jesús. La alusión al "primer día de la semana" y a la "salida del sol" acompañan su aparición en escena sumergiéndolas en un universo de nuevas significaciones: estamos en el comienzo de la nueva creación y la luz del Resucitado las envuelve en su resplandor. Son conscientes del tamaño de la piedra y de su imposibilidad de moverla, pero eso no es un obstáculo en su determinación de ir a embalsamar el cuerpo de Jesús. El joven sentado al lado derecho y vestido con una túnica blanca les dice: No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron." Los títulos que se dan a Jesús: "Nazareno" y "Crucificado" nos remiten necesariamente al primer capítulo de Marcos: "Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1,1) y nos hacen comprender algo del "proyecto teológico" del evangelista: los dos títulos del comienzo se van llenando de un contenido sorprendente según va avanzando su libro y el lector/catecúmeno va aprendiendo con asombro que el modo concreto elegido por el Padre para su Cristo y su Hijo no es el del triunfo, la gloria, el poderío o el resplandor luminoso, sino la oscura condición de un nazareno tenido por "uno de tantos" y el destino trágico de una muerte en cruz. Al llegar al final del evangelio de Marcos ya nadie puede engañarse: para reconocer al Cristo Hijo de Dios hay que bajar y no subir, hay que contar con el fracaso y con el dolor, hay que hacer callar a muchas imágenes falsas de Dios para abrirse a la que se nos revela en aquel galileo crucificado fuera de las murallas de Jerusalén. Por eso el final convoca a una cita en Galilea: "Id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo". Cada seguidor del Cristo Hijo de Dios tendrá, a su vez, que dar contenido a su condición de discípulo en la Galilea de su vida, tendrá que ir verificando la autenticidad de su seguimiento en el esfuerzo por ir acompasando su camino al de aquél que pasó haciendo el bien y no rehuyendo ningún quebrantamiento ni ninguna dolencia, sino haciéndose próximo a todo ello para sanarlo cargándolo sobre sí. El temor de las mujeres y su silencio se convierten así en un "cortejo adecuado" para el itinerario al que se invita al cristiano: ir a Galilea no es fácil y puede inspirar temor porque ahora ya sabemos cuál fue el final del que recorrió sus ciudades y sus caminos. Y lo que importa no es hablar sino seguir con atención el rastro de sus huellas. Pero el anuncio encierra una promesa que es ya, de por sí, la mejor noticia: el que ya no se deja encerrar por la noche del sepulcro, ha tomado la delantera y espera en Galilea a los que quieran reunirse con él. Allí le verán. Allí le veremos también nosotros si, como aquellas mujeres, nos dejamos encontrar por él. *Religiosa del Sagrado Corazón. Profesora de Biblia en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). Misión Joven, mayo 2003/Eclesalia

Desde el Tanatorio

Me desplomo sobre una silla del tanatorio después de mirar por el cristal el rostro irreconocible de Mirentxu dentro de la caja y me pongo a llorar desconsolada. La noticia de su muerte ha sido un mazazo que no esperaba. Precisamente ella, que era un chorro de vitalidad, y de proyectos, y de sabiduría para disfrutar de la vida. Precisamente ella, que era un nudo de relaciones, una de esas personas con el don rarísimo de establecer vínculos estables y únicos con montones de gentes de todo tipo y condición. Precisamente ella, que nos hacía falta a tantas personas y que nos deja tan desvalidos, a Luis y a los niños sobre todo. Y justo cuando parecía que estaba mejor y que el tratamiento estaba surtiendo efecto.
“No hay derecho”, pienso. Y me suben oleadas de rebeldía y de preguntas. ¿Por qué ella, por qué? No entiendo nada ni quiero entenderlo; es injusto y cruel e incomprensible y se me atascan las lágrimas en la garganta.
En el tanatorio abarrotado hay un silencio denso. Miro los rostros de tanta gente, conocida y desconocida y leo en todos el mismo estupor y la misma pena honda que nos quita hasta la gana de hablar.
Va a haber una misa y siento, junto a la necesidad de rezar, una especie de bloqueo con Dios, una imposibilidad de dirigirme a Él, porque en el fondo le estoy pidiendo cuentas de esta muerte incomprensible. Espero que el cura no se ponga a repetirnos una homilía de plástico de las de siempre: que la muerte es un misterio insondable, que ella está ya gozando en el cielo y que nos tiene que consolar mucho el que haya dejado de sufrir. Lo miro con prevención, conminándole internamente a que se abstenga de decirnos nada de eso.
“Lectura del santo Evangelio según San Juan:
Las hermanas de Lázaro le mandaron este recado:-Señor, tu amigo está enfermo (…) El dijo: “-Nuestro amigo Lázaro está dormido; voy a despertarlo.(…) Al ver a María llorando y a los judíos que lo acompañaban llorando, Jesús se estremeció por dentro y dijo muy agitado:-¿Dónde lo habéis puesto?. Le dicen: -Señor, ven a ver. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: -¡Cuánto lo quería…!” (Jn 11, 3.11.35)”
No comenta nada y propone unos momentos de silencio.
Ahora y aquí. Renunciar a las explicaciones, a los intentos de saber por qué, al lenguaje nefasto del “Dios lo ha permitido”, “hay que aceptar su santísima voluntad…”, “se ve que ya había completado su carrera, después de hacer tanto bien…”
¡Fuera! Echar a latigazos a esos mercaderes que nos ofrecen idolillos canijos del dios que “se lleva siempre a los mejores…”, del dios de “los inescrutables designios”, del dios que decidió ayer, con el pulgar hacia abajo como Nerón, la muerte de Mirentxu.
Expulsar a la calle, sin contemplaciones, a todos los que intenten  profanar nuestro templo y ocupar con palabras huecas como globos hinchados, el espacio vacío de una ausencia que nos hace daño. Porque ese dios con el que pretenden consolarnos no tiene nada que ver con el de Jesús.
Y por eso, abrirle la puerta solamente a él, deshecho también por la muerte de su amigo Lázaro. A ese Jesús que también preguntaba “por qué”, que se atrevió a decir que no quería morir y que gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Dejarle entrar, y sentarse junto nosotros, y llorar porque Mirentxu ya no está a nuestro lado y porque no está dormida sino muerta.
Aceptar su silencio, tan impotente como el nuestro y también sus lágrimas. Apoyar la cabeza sobre su hombro y hablarle de ella, y de cuánto la queríamos, y del hueco que nos deja.
Dejar que su presencia vaya dándonos seguridad y amansándonos la rebeldía, no el dolor. Consentir que, tímidamente, se nos vaya encendiendo en medio de la oscuridad la llamita de una fe vacilante; escuchar su voz que nos asegura  que Mirentxu está en buenas manos.
Pedir a Jesús que ponga la roca de su propia fe debajo de nuestros pies, que nos deje apoyarnos en la confianza inquebrantable que él tenía en aquél a quien llamaba Abba, Padre.
Confesarle que aborrecemos las calcomanías de colores chillones que nos presentan un cielo lleno de ángeles tocando el arpa y personajes vestidos de blanco y palmas en las manos, como en un interminable domingo de Ramos y sin más aliciente que la visión beatífica. Escucharle recordarnos que él de lo que habló fue de un hogar caliente con sitio para todos, de una mesa abierta en la que habrá buena comida y vinos de solera, de un Dios que enjugará las lágrimas de todos los rostros y lavará los pies de sus hijos, llenos de polvo del camino. Y que no tiene la culpa de que luego vengan algunos teólogos y lo compliquen todo.
Quedamos con él y entre nosotros en que lo de Mirentxu no se va a acabar aquí: que vamos a seguir cuidando el tejido relacional que ella ha dejado a medias, y que cada uno va a encargarse de recordar a los otros que ella nos sigue animando en una tarea en la que queda mucho por hacer.
Son las 12 de la noche y cierran la sala donde estamos. Fuera ha descargado una tormenta y huele a asfalto mojado. Nos abrazamos fuerte y nos miramos sin decirnos más que “Hasta mañana”.
Pero cada uno de nosotros ha vuelto a encontrar, como tantas veces nos ocurría al estar junto a Mirentxu, la certeza de que la muerte no tiene la última palabra y de que la Vida es siempre más fuerte.
* Dolores Aleixandre es religiosa del Sagrado Corazón y teóloga
Serie “Aprender a contactar con Dios”, de Dolores Aleixandre:

Contemplar a Jesús para conocerlo internamente

Compañeros en el camino. Dolores Alexandre, Sal Terrae, 1995


A) PÓRTICO DE ENTRADA
Hay dos escenas en los evangelios que son como el preludio y el marco de lo que va a ser toda la vida pública de Jesús: el bautismo y las tentaciones. Podemos leerlas oyendo la misma «banda sonora», la misma melodía que escuchábamos en la etapa oculta de su vida. Y lo que se nos invita a descubrir en ellas es el manantial de donde brotan las actitudes, los gestos, las palabras que van a acompañar su vida itinerante.
Los narradores del bautismo (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Le 3,21-22) intentan que sintamos cómo Jesús, envuelto en la ternura de su Padre, oye una afirmación emocionada como la que cualquier padre o madre de la tierra harían de un hijo suyo: «Hijo mío, ¡cuánto te quiero! Tengo volcado en ti todo mi amor y mi alegría. Te llevo en la niña de mis ojos y en mi corazón. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío...»
Lo mismo que en Belén fue necesario que los ángeles «señalaran» en dirección al signo de un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, ahora hace falta una voz que resuene por encima de este hombre, puesto como uno de tantos, en la fila de los pecadores y esperando ser bautizado por Juan. Pero eso «es cosa del Padre»; «lo de Jesús» es hacerse «en todo semejante a nosotros», hundirse en la masa humana. Y precisamente ahí ve «los cielos abiertos», es decir, toma conciencia de que entre él y su Padre fluye una co­municación ininterrumpida y única, y se sabe invadido y conducido por el Espíritu de ese Dios, al que puede llamar familiar e íntimamente: «!Abbá
Los textos sobre las tentaciones (Mt 4,1-11; Mc 1,12­ 13; Le 4,1-13) son una consecuencia de esto. «Ahí está el secreto de la fuerza que emanaba de él», parecen decimos los evangelistas: «por eso le encontráis aquí, como lo veréis en el resto de su vida, tan aferrado, tan adherido afectiva­ mente a lo que va descubriendo como el querer de su Padre, que es la vida de todos nosotros. Él no ha venido a preo­cuparse de su propio pan, sino de que comamos todos. No ha venido a que le lleven en volandas los ángeles, a acaparar fama y 'hacerse un nombre' (cf. Gn 11,4), sino a dar a conocer el nombre del Padre y a llevamos a nosotros sobre sus hombros, como lleva un pastor a la oveja que ha perdido. No a poseer, dominar y ser el centro, sino a servir y dar la vida»


B) EN EL UMBRAL DE LA ORACIÓN
La oración de este día (o de estos días) podría ser una pro­longación de la que se proponía en el cap. 7: «Tocar el Verbo de la Vida» y tratar de entrar en relación orante con Jesús a través de algunos de sus encuentros con hombres, mujeres, enfermos, gente perdida... Son iconos que no retienen nuestra mirada, sino que nos invitan a dirigida a los ojos y al co­razón, a la boca y a los oídos, a las manos y pies de Aquel que se acercó a ellos y transformó sus vidas.
1.      Lee Mc 1,29-31: al comienzo de la escena, vemos a una mujer postrada, separada, poseída por la fiebre. Al final, esa misma mujer, ya curada, está integrada en la comunidad y sirviendo a los demás, es decir, en ese lugar al que remite siempre Jesús a los que le siguen, porque ahí «se tiene parte con él» (cf. Jn 13,8). En el centro del texto está la clave de la transformación: «Jesús se acercó y, tomándola de la mano, la levantó».
Ø       Contempla esa mano tendida de Jesús. Es su primer gesto silencioso en el evangelio de Marcos, y en él se evoca como en esbozo todo lo que ha venido a ser para la hu­manidad caída: una mano tendida que nos agarra para sa­camos de nuestra postración, para libramos de nuestras fiebres, para conducimos hacia el servicio de sus hermanos más pequeños. «Había en él una fuerza para sanar...» (Lc 5,17).
Entra en el ámbito de esa fuerza, déjate levantar por esa mano, agradece la fuerza y la liberación que te llegan a través de ella. Pregúntate por el potencial que hay en las tuyas: ¿cómo fluye?, ¿hacia quiénes?, ¿retienen o entre­gan?, ¿hunden o levantan?...

2.      Lee en Mt 8,1-4 la curación del leproso. Toda la fuerza del texto está en el contraste entre, por una parte, el horror y el deseo de huida que produce la lepra y, por otra, la aproximación de la mano de Jesús hasta tocar a aquel hombre y limpiarlo.
Ø       Contempla esas manos de Jesús que no temen entrar en contacto con la suciedad, la podredumbre, la miseria humana...: todo aquello a lo que nosotros tenemos horror. Siente que su mano está tendida también hacia ti y que desea transformarte en alguien limpio, sano y libre. Déjate tocar por ella y pídele que te permita caminar a su lado para acercarte con él a tantos hombres y mujeres que son los «leprosos» de hoy y a los que él sigue queriendo tocar, bendecir, curar, devolver la dignidad.

3.      Lee Mt 9,9: el sujeto del primer verbo es Jesús: «vio a un hombre llamado Mateo». Ese hombre está pasivo, «sentado en el despacho de impuestos», atrapado por su condición de recaudador, atado a una profesión que le hace despreciable a los ojos de todos. Pero los ojos de Jesús han sabido ver más allá de las apariencias: han visto en el publicano a un discípulo, a un seguidor. Para esa mirada nadie está senten­ciado ni calificado definitivamente, sino que tiene el futuro por delante. «Sígueme», le dice; y «él se levantó y lo siguió». Mateo se ha sentido mirado por primera vez de otra manera: alguien cree en él y lo llama, y por eso se convierte en alguien dinámico que deja atrás su pasado, asume el protagonismo de su propia vida y se pone en marcha detrás del que fue capaz de mirarle así.
Ø       Contempla la mirada de Jesús sobre Mateo y siente que tú eres Mateo. Déjate mirar por unos ojos que ven en ti mucho más adentro de lo que ven los demás y de lo que tú ves de ti mismo. No se fija en tus defectos ni en tus incapacidades; no le preocupa lo que ya eres, sino que ve en ti todas las posibilidades escondidas que él mismo ha puesto en ti y que quizá tú desconoces. Fíate más de sus ojos que de los tuyos; cree que su mirada y su llamada pueden hacer de ti un discípulo. Pídele que te enseñe a mirar así a los demás, que te haga como él, incapaz de sentenciar a nadie, de condenar a nadie, de pensar de nadie que no es capaz de cambiar...

4.      En Lc 19,1-10 encontramos el icono de Zaqueo.
Ø       Lee despacio la escena sintiéndote dentro de ella: también tú acaparas muchas «riquezas injustas»: lo que sabes, puedes, tienes...; también tú quieres saber quién es Jesús; también tú eres «pequeño de estatura» para poder verle, y muchos tipos de «multitudes» te lo están impi­diendo; también tú estás tratando de poner algún medio para verle.
«Jesús, llegando a aquel sitio, alzó la vista...»
Antes de que os dijera a Zaqueo y a ti: «Baja pronto, que quiero hospedarme en tu casa», su mirada os ha ha­blado de acogida incondicional, de su deseo de encon­trarse con él y contigo, de la alegría que le da su presencia y la tuya, de las expectativas de amistad que tiene sobre él y sobre ti.
En su mirada no hay, en ese primer momento, ni exi­gencia, ni corrección, ni siquiera llamada a la conversión; tan sólo hay una oferta de perdón gratuito y una llamada a entrar en otro nivel de relación.
Deja que fluyan en ti el agradecimiento, la alegría de ser mirado así, de recibir esa llamada a una mayor intimi­dad. Sé consciente de que la transformación de Zaqueo, su conversión a la justicia y la generosidad nacieron de ahí. Ponte delante de Jesús con «todos tus bienes» y dile qué quieres hacer con ellos. Escucha como pronunciadas para ti las palabras de Jesús:
«El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido...»

5.      Entre todas las palabras que pronunciaron los labios de Jesús, vamos a escuchar algunas que giran en tomo a dos temas que parecen contradictorios y no lo son: el ánimo y la exigencia. Están tomadas del evangelio de san Lucas (en algún rato de lectura podrías ir buscando las de otro evan­gelista):
Ø       Ponte delante de Jesús, consciente de que necesitas sus palabras de consuelo y de aliento, y trae contigo a la oración a tanta gente abatida, desalentada, desesperan­zada, herida... Escucha con el corazón unas palabras que nacen de la misión que el Padre ha confiado a su Hijo y que el Segundo Isaías expresa así:
«Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios...»
«El Señor me ha dado una lengua de discípulo para que haga saber al cansado una palabra alentadora» (ls 40,1; 50,4).
«No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32).
«No necesitan médico los sanos, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a con­versión a los justos, sino a los pecadores» (Lc 5,32).
«Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz» (Lc 8,48).
«Tus pecados te quedan perdonados» (Lc 5,23).
«Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido» (Lc 15,6).
«Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19,8).

6.      Recordando de nuevo la expresión de Mons. Angelelli, a Jesús lo encontramos siempre con un oído puesto en el Padre y otro en la gente:
«De madrugada, muy oscuro todavía, se levan­tó. Salió y se fue a un lugar solitario, y allí es­tuvo orando» (Mc 1,35).
Ø       Revive internamente la escena, trata de visualizarla en todos sus detalles. Tú también estás ahí en esa madru­gada, inmerso en la oscuridad que aún envuelve las casas de Cafarnaüm. Tu mirada apenas distingue la sombra de Jesús, que sale silenciosamente de una de esas casas; pero tus oídos atentos escuchan el leve rumor de sus pisadas.
Vas detrás de él calladamente hasta el lugar en que va a ponerse a orar. Contempla su actitud, su postura; trata de intuir qué palabras del Padre está escuchando: «Tú eres mi hijo amado, en ti tengo puesta toda mi complacencia...»
Escúchalas como dirigidas también a ti ya cada uno de tus hermanos.

7.      Hablar de los pies de Jesús es hablar de su camino y de su búsqueda, de su cansancio y de su decisión de llegar hasta el final. Se detuvieron junto al pozo de Siquem para esperar a la mujer samaritana (Jn 4,5), y a la salida de Jericó para aguardar a Bartimeo (Mc 10,46); le llevaron al Tabor en un momento de luminosidad y transfiguración, ya Jerusalén, a pesar del peligro que allí le acechaba. Una mujer los ungió con perfume (Le 7,36-50); dos de ellas, María Magdalena y la otra María, cuando él les salió al encuentro en la maña­na de la resurrección, «se asieron a sus pies y lo adoraron» (Mt 28,9).
Ø       Acércate también tú a contemplar los pies de Jesús y a bendecirlos, a abrazarlos y a ungirlos. Trae contigo todo tu agradecimiento por las veces que han salido en tu busca hasta encontrarte, porque te han esperado en las encru­cijadas de tus caminos, porque han marchado delante de ti cuando no sabías por dónde ibas, detrás de ti para de­fenderte del peligro, junto a ti cuando te creías solo...
Da gracias al Padre por este caminante infatigable que nos ha regalado en su Hijo. Háblale de tu deseo de recorrer sus mismos caminos y de no cansarte de estar, como él, lavando los pies de los que están más agotados.

8.      El término corazón es una de esas palabras que hacen referencia a la totalidad de la persona, a su centro original e íntimo, allí donde se configuran sus comportamientos. Po­demos conocer el corazón de alguien a través de dos de sus emociones básicas: la compasión y la alegría. En Mc 6,34 leemos:
«Al desembarcar, vio a mucha gente y sintió compasión de ellos, porque estaban como ove­jas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles largamente».
Ø       Mézclate con aquella gente, siéntete envuelto en la mirada cargada de ternura y de acogida de Jesús. No te hace ningún reproche, no te señala nada negativo, no te exige que hagas esto o lo otro... Tan sólo te mira y te acepta tal como eres. Respira hondo y déjate invadir por la paz de esa acogida incondicional. Da después un paseo tratan­do de mirar a la gente como lo haría Jesús. En Mt 11,25-27 leemos:
«En aquel momento, Jesús se llenó de alegría en el Esprritu Santo y dijo: 'Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocul­tado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, eso es lo que te ha parecido bien...'»
Ø       Acércate a Jesús, que quiere comunicarte que la fuente de su alegría consiste para él en coincidir con el Padre en su preferencia por los pequeños. Pídele que te dé parte con él en esa «afinidad» que es el secreto de su gozo y que puede serio también del tuyo...

9.      En el Magnificat, después de sentirse mirada por Dios, también María contempla el mundo con los ojos de Dios y descubre, por debajo de las apariencias, cuál es el fondo de la realidad y el sentido de la historia humana, y es su mirada contemplativa la que le revela hacia dónde se inclinan el corazón y las preferencias de ese Dios que nunca es imparcial.
Ø       Acércate a María y pídele que ella, que conoció me­jor que nadie a Jesús, te contagie su manera de mirar y de proclamar:
«A los hambrientos los colma de bienes..., enaltece a los humildes..., se acuerda de su misericordia…»


C) OTROS CAMINOS DE BÚSQUEDA
1. Se llama Jesús
«Dios ha venido a casa, desdiciéndose de su gloria.
Ha pedido permiso
al vientre de una niña sacudida por un decreto del César
y se ha hecho uno de nosotros:
un palestino de tantos en su calle sin número,
semi artesano de toscos quehaceres,
que ve pasar los romanos y los vencejos,
que muere, después, de mala muerte matada,
                                                        fuera de la Ciudad.

Ya sé
que hace mucho
                            que lo sabéis,
                                               que os lo dicen,
que lo sabéis fríamente,
porque os lo han dicho con palabras frías...

Yo quiero que lo sepáis
de golpe,
                   hoy, quizás
por primera vez,
absortos, desconcertados, libres de todo mito,
libres de tantas mezquinas libertades.

Quiero que os lo diga el Espíritu
                   ¡como un hachazo en tronco vivo!
Quiero que lo sintáis como una oleada de sangre
en el corazón de la rutina,
en medio de esta carrera de ruedas entrechocadas.

Quiero que tropecéis con él
como se tropieza con la puerta de Casa,
retornados de la guerra bajo la mirada
y el beso impaciente del Padre.

Quiero que Lo gritéis
como un alarido de victoria por la guerra perdida,
o como el alumbramiento sangrante de la esperanza
en el lecho de vuestro tedio, noche adentro,
apagada toda ciencia.
Quiero que Lo encontréis, en un total abrazo,
Compañero, Amor, Respuesta.

Podréis dudar de que haya venido a casa,
si esperáis que os muestre la patente de los prodigios,
si queréis que os sancione la desidia de la vida.
Pero no podéis negar que se llama Jesús con patente de pobre. y no podéis- negarme que Lo estáis esperando
con la loca carencia de vuestra vida repudiada
como se espera el aliento para salir de la asfixia
cuando ya la muerte se enroscaba al cuello
como una serpiente de preguntas. .

Se llama Jesús.
Se llama como nos llamaríamos
si fuéramos, de verdad, nosotros»
 (P. CASALDÁLlGA).


2. La oración de Jesús

«A medida que leemos el Evangelio, nos encontramos cómo Jesús al caminar, mientras amaba a los hermanos y los servía, 'levantaba los ojos al cielo'. Es un gesto que a nosotros nos parece muy corriente, pero que en el mundo de Jesús es muy extraño.
»Llega a él un pobre, un enfermo, un sordomudo, un ciego, un cojo..., Y él lo toma en sus manos y, mientras le devuelve la vida, levanta los ojos al cielo. En ese instante, cuando se encuentra con alguien que está destruido, enteramente perdido, que ha muerto, sus manos lo tocan y sus ojos se levantan al cielo.
»Y cuando ha reunido a los hermanos en torno a estos pequeños, llenándolos con la palabra del Evangelio y sentándolos a la mesa para darles el pan y curarles las heridas, mientras lo hacía -dice el Evangelio-, levantaba los ojos al cielo.
»Y es un gesto extraño, porque los judíos en su tiempo también rezaban mucho y se paraban a rezar en la calle, pero mirando hacia el Templo o con la mirada baja -se supone que para levantar el corazón hacia arriba-; pero el gesto de Jesús consiste en mirar al Padre con las manos extendidas: es la oración en medio de la vida. Es decir, que la oración que aprendo de Jesús no consiste en ponerme a mirar pia­dosamente a mi corazón, sino que, mientras estoy sosteniendo a mis hermanos entre mis manos, partiéndoles el pan y curándoles las heridas, en ese mismo momento dirijo mi mirada al Padre. y no se sabe si abro las manos a los hermanos porque tengo puesta mi mirada en el Padre, o es que miro al Padre, porque tengo las manos puestas en los hermanos: es un único acontecimiento.
»Pero resulta que, si su existencia era una oración, o su oración era su misma existencia, parecería entonces que no tenía necesidad de salir fuera del camino para ir al desierto; y, sin embargo, el Evangelio nos descubre que Jesús no solamente oraba al caminar, y mientras caminaba y amaba y servía levantando los ojos al cielo, sino que salía fuera del camino a la soledad. Esta palabra, 'soledad', casi tampoco sabemos qué es. Le hemos acompañado, perdidos entre los discípulos, Y vamos a mirarle ahora de cerca, en este momento en que sale fuera del camino.
»Estamos en Cafarnaúm, son las 9 de la tarde, está cayendo la noche; él no ha descansado nada en todo el día -'no tenía tiempo ni para comer'-. Eran muchos los pro­blemas, la jornada de Cafarnaúm había sido agotadora y, para colmo, al anochecer, todo el pueblo se había enterado de que aquella noche dormía allí; y entonces le llevaron al cojo, a la 'vieja, al otro... ' y entonces el problema ya no era el cansancio -que lo tenía, y grande-, sino la angustia. Ver a sus hermanos con tantos dolores, con tantas heridas, despojados Y abatidos como ovejas sin pastor, hacía que sus entrañas se conmovieran con tal intensidad, que necesitaba marcharse a la soledad, necesitaba gritar '¡Abbá!', pero no para él, sino en nombre de todos ellos.
»Salir fuera del camino era una necesidad imperiosa, pero no para perderle de vista, sino para tomarle más entero en las entrañas, para recoger todas las lágrimas, todas las esperanzas, todos los dolores, todas las noches, todos los amaneceres de los pobres, y adentrarse después con ellos en el desierto.
»Entonces, en aquella casa de Pedro donde durmió aque­lla noche, a la mañana siguiente, aún de noche, mucho antes del amanecer, se levantó, salió y se retiró a un lugar solitario; y allí estaba orando (Mc 1,35). Era tal el peso del amor y del dolor que sentía en sus entrañas, que ya no tenía a quién confesárselo; le sobrepasaba, y por eso necesitaba marcharse, pero no para dejar el camino, sino para retomarlo cuando amaneciera otra vez, marchar a otra aldea y continuar.
»La soledad no es una campana de cristal para escon­derse; la soledad del Maestro está llena de aullidos humanos y diabólicos, de las terribles fuerzas del mal, de todos los dolores humanos, de sus angustias y esperanzas, y también de la sonrisa de los niños, de la bondad de la suegra de Pedro que le había puesto la cena, del niño que había ofrecido su bocadillo de peces asados para la multitud. Todo aquello era el entramado de su soledad, y con aquello se iba él al desierto. El necesita el desierto» (M. LEGIDO).

D) CELEBRAR LO VIVIDO

Puede hacerse un tiempo de oración compartida sobre el don que supone para cada uno haber encontrado a Jesús, después de haber leído en voz alta estos textos, haciendo una breve pausa de silencio entre uno y otro:
«El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt 13,44).
«Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enrique­cidos en todo, en toda palabra y en todo co­nocimiento, en la medida en que se ha confir­mado en vosotros hasta el punto de que no os falta ningún don a los que aguardáis la mani­festación de nuestro Señor Jesucristo. Él os confirmará hasta el final para que en el día de nuestro Señor Jesucristo seáis irreprochables.
Fiel es Dios, el que os llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro» (1 Cor 1,3-9).
«Dios ha querido damos a conocer cuál es la espléndida riqueza que significa ese secreto: Cristo para vosotros, esperanza de gloria» (Col 1,27).
«Si el oro que perece se aquilata al fuego, vues­tra fe, que es más preciosa, será aquilatada para recibir alabanza, honor y gloria cuando se re­vele Jesucristo. No lo habéis visto, y lo amáis; sin verlo, creéis en él y os alegráis con gozo indecible y glorioso...» (1 Pe 1,7-8).

Se llama Jesús

«Dios ha venido a casa, desdiciéndose de su gloria.
Ha pedido permiso al vientre de una niña sacudida por un decreto del César
y se ha hecho uno de nosotros: un palestino de tantos en su calle sin número,
semi artesano de toscos quehaceres, que ve pasar los romanos y los vencejos,
que muere, después, de mala muerte matada, fuera de la Ciudad. 
Ya sé que hace mucho que lo sabéis, que os lo dicen,
que lo sabéis fríamente, porque os lo han dicho con palabras frías...

Yo quiero que lo sepáis de golpe, hoy, quizás por primera vez, absortos, desconcertados, libres de todo mito, libres de tantas mezquinas libertades.

Quiero que os lo diga el Espíritu
                   ¡como un hachazo en tronco vivo!
Quiero que lo sintáis como una oleada de sangre en el corazón de la rutina,
en medio de esta carrera de ruedas entrechocadas.

Quiero que tropecéis con él
como se tropieza con la puerta de Casa,
retornados de la guerra bajo la mirada
y el beso impaciente del Padre.

Quiero que Lo gritéis como un alarido de victoria por la guerra perdida,
o como el alumbramiento sangrante de la esperanza en el lecho de vuestro tedio,
noche adentro, apagada toda ciencia.
Quiero que Lo encontréis, en un total abrazo,
Compañero, Amor, Respuesta.

Podréis dudar de que haya venido a casa,
si esperáis que os muestre la patente de los prodigios,
si queréis que os sancione la desidia de la vida.
Pero no podéis negar que se llama Jesús con patente de pobre. y no podéis- negarme que Lo estáis esperando con la loca carencia de vuestra vida repudiada como se espera el aliento para salir de la asfixia cuando ya la muerte se enroscaba al cuello como una serpiente de preguntas. .

Se llama Jesús.
Se llama como nos llamaríamos
si fuéramos, de verdad, nosotros»
 (P. CASALDÁLlGA).

El agujero de la roca. Otros lugares para «ver» a Dios

Sal Terrae 97 (2009) 375-386

Dolores Aleixandre Parra, rscj*




A Moisés le pasaba como a nosotros: quería ver a Dios, y posiblemente estaba convencido de merecérselo después de haber hecho el esfuerzo ímprobo, a su edad, de escalar el Sinaí, aquel macizo rocoso, amenazador y de difícil acceso. Y llegó Dios envuelto en una densa nube, y con una nube por medio no se podía ver nada; así que Moisés tuvo que conformarse con escuchar lo que le decía Dios, pero sin verlo (Ex 34,5). Pasó una tarde, pasó una mañana. Primera frustración.
      Moisés se creyó a pies juntillas lo que Dios había dicho de él cuando le defendió de las críticas de Aarón y María: «Con Moisés hablo cara a cara, como un amigo habla con su amigo» (Nm 12,6-8). Y se emocionó mucho al saber cuánto le quería el Señor, y por eso se atrevió a decirle: «Déjame ver tu gloria». Y se llevó un pequeño chasco al escuchar: «Métete en el agujero de la roca» (Ex 33,18-23). Pero se metió dentro sin rechistar y se conformó con ver la espalda de Dios. Pasó otra tarde, pasó otra mañana. Segunda frustración.
      Y llegó Elías, el rotundo, el radical, el incendiario, y volvió a escalar el mismo monte, que ahora le decían «Horeb»; y cuando empezaron los truenos, los relámpagos, la tempestad, el fuego y el terremoto, a Elías le gustó mucho, y pensó que éstos sí que eran unos efectos especiales dignos de su Dios, y no como los ídolos, que no dicen ni mu. Pero resultó que en todo aquello no estaba el Señor y, desconcertado, tuvo que aprender a reconocerle en «la voz de un silencio tenue» (1 Re 19,12). Pasó otra tarde, pasó otra mañana. Tercera frustración.
      Y llegó Tomás al cenáculo, y le molestó que los otros discípulos le dijeran con aire de superioridad que habían visto al Señor. Así que, cuando el Resucitado volvió a hacerse presente entre ellos, Tomás lo vio y lo tocó con la secreta satisfacción de que ahora él estaba por encima de los demás, pero se quedó de piedra cuando Jesús le dijo que eso no era nada y que lo importante era creer sin haber visto (Jn 20,19-29). Pasó otra tarde, pasó otra mañana. ¿Otra frustración más? ¿O no será más bien que, una y otra vez, se nos está disuadiendo pacientemente, como a discípulos torpes que somos, de seguir empeñados en ver a Dios a nuestra manera y no a la suya? Porque el poder conocer de modo directo es lo que caracteriza precisamente la relación con los ídolos, mientras que, cuando Juan afirma: «hemos visto su gloria» (Jn 1,14), la expresión viene precedida del reconocimiento asombrado de que la Palabra, acampada entre nosotros, ha tomado nuestra frágil condición. A partir de ese momento ya no va ser posible «ver su gloria» más que situándonos, lo mismo que Moisés, en ese nuevo «agujero de la roca». Y sólo la veremos en contacto estrecho con lo humano y sus debilidades, glorias, miserias, bellezas y contradicciones.
      Fue ahí donde el propio Jesús entró en contacto con el Padre, y así nos lo presenta Marcos en el primer capítulo de su evangelio: Jesús hace su aparición en el «agujero» más profundo de la tierra, el Jordán, y es precisamente allí donde se escucha la voz del Padre señalándole como el Hijo amado en quien se complace. A partir de ese momento, Jesús se convierte en portador de esa complacencia y va a ir haciéndola presente en los diferentes lugares por los que se va desplazando con una movilidad sorprendente: del desierto a Galilea, donde anuncia la llegada del Reino; a la orilla del mar, llamando a los primeros discípulos; en Cafarnaúm a lo largo de una jornada de Sábado: por la mañana, en la sinagoga, sana a un endemoniado; a mediodía, en casa de Simón, cura a su suegra; por la tarde, a la puerta de la casa, acoge a una multitud de enfermos; de madrugada, ora en un descampado; a continuación, recorre aldeas y pueblos; y, finalmente, cura a un leproso. No son lugares «sagrados»; es su presencia la que los convierte en teofánicos, porque allí donde él se hace presente, los cielos «se rasgan» y Dios «se deja ver» en su Hijo, y siguen resonando sus palabras, que invitan a escucharle. Está iniciándose la nueva era mesiánica, y quizá por eso los 46 versos que componen este primer capítulo de Marcos poseen un estatus especial: son los únicos en los que Jesús realiza un recorrido casi «triunfal», sin las sombras, murmuraciones, resistencias o conflictos que aparecen ya en su horizonte en el siguiente capítulo, a partir de la curación del paralítico (Mc 1,6), y que irán creciendo hasta el desenlace final.
      Los lugares inaugurales en los que se movió en los comienzos de su vida pública tienen algo de normativo para nosotros: fue precisamente en esos lugares y no en otros donde Jesús experimentó la atracción del Padre y los que él eligió como primicias para dejar sentir su presencia a través de sus gestos y palabras. Si les prestamos atención, pueden convertirse para nosotros en nuestros «agujeros de roca» hoy, y quizá desde alguno de ellos, lo mismo que Moisés, podamos contemplar «la espalda» del Dios de rostro invisible.


1. Lugares de preguntas iniciales, inquietudes y expectación

«La cosa empezó en Galilea» (Hch 10,37), dirá Pedro en su discurso, bautizando para siempre a Galilea como lugar de comienzos. Estaba en una buena coyuntura para ello, porque sus gentes estaban menos atadas que las de Judea a tradiciones y disquisiciones en torno a la Torá. Los galileos vivían más despreocupados por conservar la memoria de antepasados ilustres o de venerables predecesores; ningún personaje de peso había marcado aquella región con su fama; ninguna tumba patriarcal la había convertido en tierra sagrada; a ningún profeta se le había ocurrido nacer allí... Por eso, la peor crítica a que pudieron someter a Nicodemo sus colegas fariseos, cuando él intentaba defender tímidamente a Jesús, fue preguntarle si iba a resultar que era de Galilea, rematando su intervención con una impertinencia cargada de ironía: – Estudia, estudia, Nicodemo, que te vemos un poco flojo en el conocimiento de las tradiciones ¿O es que no sabías que de Galilea no ha surgido nunca un profeta? (cf. Jn 7,52).
      Lo peor (¿o lo mejor?) de Galilea ya lo había descubierto Isaías cuando le llamó «camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles...» (Is 8,28). Corrían aires de libertad en aquella sociedad mezclada y heterogénea, acostumbrada al ir y venir de las caravanas de Oriente y de muchos griegos y romanos en las calles de sus ciudades. Había algo de marginal en una Galilea refractaria a seguir escuchando los discursos, palabras y temas de siempre. Por eso, cuando Jesús comenzó a hablar, «la gente estaba admirada de su enseñanza, porque enseñaba con autoridad, y no como los escribas [...] Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva llena de autoridad!”» (Mc 1,22.27).
      El «estilo escriba» ya sabían lo que daba de sí: estaba fijado y bien fijado y se pasaba como un estribillo de padres a hijos:
«Hijo mío, repite la enseñanza de siempre, no te desvíes a la derecha ni mucho menos a la izquierda; guárdate de la novedad de los lenguajes innovadores y de los gestos atrevidos; recela de cualquier adaptación del depósito sagrado; refúgiate en lo que siempre se ha hecho y dicho; no descuides los pliegues de tu manto de oración; que las filacterias tengan la medida y la forma reglamentarias. Esto es el Alef y la Tau de nuestra enseñanza».
      Como contraste, los evangelistas parecen recrearse en escenas en las que el «estilo escriba» salta por los aires: no es difícil captar lo rítmico y cansino del estribillo con que los eruditos de Jerusalén contestan a la pregunta de Herodes sobre el lugar del nacimiento del Mesías:
«En Belén de Judá, pues así está escrito en el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, ni mucho menos, la menor entre las ciudades principales de Judá porque de ti saldrá un jefe que será pastor de mi pueblo, Israel» (Mt 2,6).
      Tan bien se lo sabían que siguieron impertérritos en sus despachos de Jerusalén escrutando los viejos pergaminos, sin necesidad de desplazarse a Belén como aquellos magos de itinerario errático.
      También Nicodemo tenía bien preparado aquella noche el exordio de su discursito ante Jesús, en tono de plural mayestático y de «captatio benevolentiae»: «Maestro, sabemos que Dios te ha enviado para enseñarnos; nadie, en efecto, puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él» (Jn 3,6). Pero la respuesta de Jesús fulminó su intención de mantenerse en el nivel de un intercambio de saberes y bibliografías: «Te lo aseguro, Nicodemo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios». Nacer de nuevo: ¿qué salida de tono era aquello? ¿A qué venía aquel cambio de nivel, aquella desviación abrupta de lo que iba a ser un sereno diálogo entre iguales en torno a sus mutuas interpretaciones de algunos puntos oscuros de la ley?
      Nicodemo no estaba en aquel momento por la labor de que aquel galileo casi desconocido lo empujara hacia el ámbito inquietante de un nuevo nacimiento, pero tuvo que soportar aún un segundo envite por parte de Jesús: «¿Tú eres maestro de Israel e ignoras estas cosas?», antes de escabullirse sigilosamente en medio de la noche. Sólo nacerá de nuevo la víspera de la fiesta solemne de la Pascua, cuando salga fuera de la matriz de los muros de Jerusalén, cortando el cordón umbilical que lo unía a los fariseos para ponerse públicamente de parte de aquel hombre maldito que colgaba de un madero (Jn 19,39).
      También los de Emaús tenían las cosas muy claras y se las repitieron al que caminaba con ellos, en un relato lleno de un ritmo aprendido de memoria:
«Lo de Jesús el Nazareno /
profeta poderoso /
en obras y palabras /
ante Dios y ante todo el pueblo...».
      Eran respuestas de un catecismo bien sabido y a prueba de sobresaltos; por eso no habían hecho caso de aquellas mujeres visionarias que se atrevían a poner en boca de ángeles una noticia estrafalaria: «¡Está vivo!». Menos mal que el criterio ponderado y ecuánime y el buen hacer teológico masculino habían conseguido restablecer el orden y deshacer aquel bulo, claramente viciado por la ideología de género: «Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo hallaron todo como las mujeres decían, pero a él no lo vieron» (Lc 24,19-24). No se hable más: Roma locuta, causa finita.
      Pero el caminante desconocido parecía darles la razón a las mujeres, mientras que ellos quedaban como torpes, cortos y mostrencos.
      Y es que las palabras y actuaciones de Jesús eran retazos de paño nuevo que rasgaban el antiguo, y los viejos odres ya podían contener el vino joven del Reino. Por eso levantaba una polvareda de inquietudes y preguntas: ¿Dónde vives? (Jn 1,38); ¿Adónde vas? (Jn 13,36); ¿De dónde eres? (Jn 19,9); ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46); ¿Qué tienes que ver con nosotros? (Mc 1,24); ¿Quién es este hombre? (Mt 8,27); ¿Dónde ha adquirido todo esto? (Mc 6,2); ¿De dónde le viene...? (Mc 13,56)...
      En las Galileas de hoy, el discurso eclesial apenas despierta inquietudes, y su intento de seguir transmitiendo la fe como una herencia recibida, como un depósito doctrinal, moral, sacramental o canónico, les suena a muchos a «discurso de escribas».
      Necesitamos entrar en un «agujero de la roca» que nos permita ver cómo está Dios actuando en la sociedad contemporánea y preguntarnos no tanto «cómo transmitir la fe», sino más bien qué es lo que está ocurriendo entre Dios y los hombres y mujeres que viven en los comienzos de milenio y por qué caminos quiere encontrarlos y hacerles nacer a la vida1. La atención tiene que desplazarse hacia la relación que Él desea instaurar con ellos, estando abiertos a otros modos, ideas, propuestas, modos de estar, amar o pensar, porque, si ahí late la vida, ¿quiénes somos nosotros para impedir a Dios que se comunique y actúe? (cf. Hch 11,18).
      Una «enseñanza nueva con autoridad» transita hoy necesariamente por caminos que invitan a una adhesión libre a la fe, que será siempre objeto de una elección. Y surgirá del convencimiento de que la belleza, el encanto y el poder de atracción de la Iglesia sólo residen en el Evangelio de su Señor y no en costumbres, rúbricas, lenguajes o atuendos obsoletos. Porque lo que otorga novedad y autoridad es la buena noticia que se comunica con palabras que dan vida, comunican energía y hacen emerger espacios nuevos de alegría y libertad. Porque era eso lo que la gente sentía cuando se acercaba a Jesús.


2. Lugares de proximidad, roce, compasión y aliento

«El plazo se ha cumplido, el Reino de Dios se ha acercado. Convertíos y creed en la buena noticia» (Mc 1,15).
     Dos verbos en perfecto anuncian la doble transformación que ha acontecido en el pasado y cuyos efectos perduran. La primera afirmación se refiere al tiempo, y la segunda al espacio. Otras expresiones evangélicas, como «entrar en el Reino» o «no estar lejos del Reino de Dios», revelan que lo esencial es el dinamismo de aproximación, aunque esa proximidad no signifique plena coincidencia y su llegada sea objeto de palabra y no de visión. Ésta es la buena noticia: que Dios ha puesto ya gratuitamente «su parte» y ha acercado su Reino indistintamente a todos. Pero no se trata de un enunciado neutro, sino de una palabra dirigida a quienes estén dispuestos a recibirla y, por eso, sometida a su libertad: convertíos y creed.
      Las escenas que siguen muestran a Jesús arrastrado por esa corriente de aproximación del Padre: «se acercó, la tomó de la mano y la levantó [...]. Le trajeron todos los que tenían enfermedades [...]. Compadecido, extendió la mano y le tocó...» (Mc 1,15.31.34.41).
      Desde este «agujero de la roca» podemos contemplar cualquier coyuntura histórica como ocasión favorable, porque en ella sigue estando vigente aquel anuncio del kairós de la cercanía de Dios y de su Reino proclamado por Jesús, y nada ni nadie puede revocarlo. Dar crédito a ese anuncio genera una confianza absoluta en la cercanía de Dios en la historia de la humanidad y nos lleva a descubrir, más allá de sus aspectos sombríos, la fuerza de su presencia.
      Ésa es la buena noticia, destinada también a quienes no acepten convertirse, porque Dios es un amor que nunca se retira. A cada persona la está «rozando» el Reino y se le ha acercado el tiempo de Dios. Si miramos así, evitaremos adoptar en la evangelización posturas de superioridad por parte de quienes «tienen cosas que enseñar» hacia quienes «sólo pueden aprender». El Evangelio no se comunica más que por contagio relacional y en un diálogo de reciprocidad, en el que unos y otros caminamos juntos en la dirección de ese Reino que nos ad-viene.
      En las Galileas de hoy estamos llamados a establecer, también con los que no comparten nuestra fe, relaciones de proximidad, reciprocidad e intercambio, a compartir con ellos oscuridades y preguntas y también momentos de luz y de revelación. Porque evangelizar no consiste en transmitir unas creencias que circulan sólo de arriba abajo, ni en diseñar estrategias de conquista o reconquista frente a un mundo percibido como alejándose irremediablemente de Dios. De ahí la urgencia de huir de cualquier suficiencia que desemboque en una «pastoral del reproche» y tratar de caminar con las personas tal como son y a partir de su verdadero punto de partida, sea el que sea2.
      «Toda la ciudad se agolpó a su puerta». Y la puerta no estaba cerrada, ni había que pedir número, ni esperar en una antesala..., porque él estaba fuera, accesible, con tiempo, sin prisa. Al curar a los enfermos aquella tarde, o al leproso al día siguiente, les estaba comunicando una sobreabundancia de vida, pero sin invitarles a hacer un acto explícito de fe en él ni a formar parte de su grupo de discípulos. Los tocaba con un enorme respeto a la libertad de cada uno en lo cada uno que tenía de único, y los enviaba sencillamente a la verdad de su existencia. Eran hombres y mujeres, habitados por un deseo de vivir, que se le acercaban porque intuían que él poseía el poder de comunicarles esa vida. El Reino que se les había aproximado abría ante cada uno una infinita variedad de respuestas. La mayoría de ellos recibía algo de Dios a través de Jesús, pero volvían a su vida sin adherirse plenamente a él3. Lo importante era que Dios sí se les había adherido y había hecho presente para ellos algo de la compasión de Aquel que dominaba el arte de acoger, de amparar y de ofrecer asilo entre sus brazos a las vidas heridas y a los cuerpos maltrechos de tantos hombres y mujeres. Los mismos que hoy siguen esperando de nosotros la ternura y el cobijo aprendidos de sus gestos y de sus palabras.


3. Lugares de limitación, carencia y fractura

«Cuando arrestaron a Juan...». Es la única nota sombría del capítulo. La garra del poder ha hecho su aparición como un aviso a Jesús: que se dé por enterado de que desde arriba no van a tolerar que algo se mueva o cambie, o que alguien pretenda innovar, remover, cuestionar o disentir. La noticia llega hasta Jesús con una coletilla subliminal: éste es el destino de los que se desmandan; mejor estarse callado; es más prudente no significarse y esperar tiempos mejores. Pero son advertencias que no hacen mella en él, sino que provocan su decisión de intervenir y de tomar la palabra. El silenciamiento de Juan le empuja a hacerse oír; lo que parecía ser el final de un proyecto se transforma en inicio de una esperanza mayor. Y Jesús comienza a adentrarse en lugares de peligro: en el del poder deshumanizador de las fuerzas diabólicas que ejercen su dominio, dividen, desintegran y desquician. En el de la fiebre y las dolencias múltiples que, como un tentáculo, atraen hacia el sheol a sus presas. En el de la impureza de la lepra, que convierte a un ser humano en maldito y excluido. Son lugares donde lo humano está fracturado y amenazado; lugares sombríos y subterráneos de los que conviene mantenerse alejado y distante, porque contaminan y contagian.
      Pero va a cumplirse la profecía de Isaías al hablar de los tiempos mesiánicos: «el niño meterá la mano en la hura del áspid» (Is 11,8). Jesús se está acercando a esos no-lugares con la frescura y la confianza de los niños y metiendo su mano en ellos. ¿Cómo puede extrañar que le muerda el áspid y le alcance el veneno de la serpiente?
      Pero eso será más tarde; ahora solo asistimos a la ráfaga de luz que está brillando sobre los que habitaban en tierra de sombras. Alguien ha tomado un camino inverso al de la resignación, la pasividad o la huida; se están inaugurando los tiempos mesiánicos en que el pobre que clamaba y los afligidos sin protección sienten la presencia de alguien que está de su parte y que no parece tener nada más importante que hacer que sentarse a la puerta de la casa en que se aloja, para acoger, acariciar, enjugar el sudor y las lágrimas. «Si quieres, puedes curarme... Quiero»: aquel verbo fue suficiente para comunicar al leproso la certeza de que ni la enfermedad ni el dolor ni la muerte tenían la última palabra sobre él.
      Desde este «agujero en la roca» se hace visible un Dios que toma partido por la vida de cualquier ser humano y que nos llama a hacernos presentes en los lugares donde esa vida está amenazada, algo que ha sido siempre la «especialidad cristiana». Y a hacernos conscientes de que sólo de la compasión y de la implicación cordial y efectiva con quienes «tienen todos los poderes en contra» pueden nacer los gestos que restauran y dan fuerzas para seguir adelante.


4. Lugares de «sabia discontinuidad»

«Estuvo en el desierto [...], fue a Galilea [...], entró en la casa [...], salió a un lugar desierto [...], venían a él de todas partes..., se quedaba fuera en los lugares desiertos» (Mc 1,12.14.29.35.45).
    La lectura seguida del capítulo nos hace ver la vida de Jesús con un ritmo discontinuo y una constante alternancia: se mezcla con la gente, pero se retira a lugares de soledad; habla, pero busca también el silencio; camina rodeado de discípulos, pero se escapa al desierto. Más adelante, le veremos durmiendo a popa en la barca, mientras los discípulos reman agitados en medio de la tempestad (Mc 4,38).
      Está obedeciendo al mandato del Deuteronomio que ordena vivir la vida «ritmada» en esta alternancia binaria: «Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales» (Dt 6,7-9). Y ha incorporado a su existencia el convencimiento de Qohelet de que hay «tiempo de plantar y tiempo de arrancar; tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de buscar y tiempo de desechar; tiempo de callar y tiempo de hablar...» (Qo 3,5-8).
      No duerme ni reposa el guardián de Israel, pero es porque lo propio de Dios es la permanencia, la constancia, la perpetuidad, la durabilidad, mientras que nuestra condición humana está marcada por la intermitencia, la discontinuidad y la necesidad de tregua y de descanso. Son consecuencias de nuestra fragilidad y limitación, y Jesús, al asumirlas, incorpora a su ritmo vital pausas, paréntesis, intervalos y tiempos de respiro4. Había hecho suya la sabiduría del orante del Salmo 127:
«Si el Señor no construye la casa,
      en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
      en vano vigilan los centinelas
Es inútil que madruguéis,
      que retraséis el descanso, que comáis un pan de fatigas.
¡Si Dios lo da a sus amigos mientras duermen!».
      El salmista contrapone dos maneras de relacionarse con Dios: la primera pone el acento en el propio esfuerzo: construir, cansarse, guardar, vigilar, madrugar, retrasar el descanso..., y el resultado es sentirse albañil o centinela. En la segunda, el protagonista es el Dios que da, y la relación con Él es de amigos; y eso que Dios da, frente al pan de fatigas, se recibe como una herencia o un salario no conquistados ni merecidos, sino, como diría San Juan de la Cruz, alcanzados «por ventura».
      No es difícil reconocer el primero de esos modos en la compulsiva actividad de Marta, incapaz de concederse un tiempo de sosiego para acoger al huésped (Lc 10,40); o en el sombrío trabajo del hijo mayor, que nunca dejaba el trabajo para hacer fiesta y comer con sus amigos (Lc 15,29). Acierta, en cambio, María cuando se sienta a los pies de Jesús sin hacer nada más que escucharle (Lc 10,28); y también aquel hombre de la parábola que, después de sembrar, se echaba a dormir confiando en que la semilla seguía creciendo por sí misma aunque él no supiera cómo (Mc 4,28).
      En las Galileas de hoy necesitamos ese humilde reconocimiento de nuestros propios límites para adaptarnos a ritmos discontinuos, aparentemente menos eficaces. Saber hacerlo supone una negativa a la pretensión de dominarlo y controlarlo todo, a la tendencia a ser protagonistas, a sentirnos salvadores universales y a confundir lo que hacemos con lo que somos.
      Hay un «agujero de la roca» desde el que vamos aprendiendo a reconocer lo que Dios es capaz de hacer en nuestra vida si le dejamos. Y eso supone estar un poco de vuelta de los propios sueños de omnipotencia y eficacia y confiar menos en nuestras propias fuerzas y más en su acción. Y dejar de pensar que seguir a Jesús consiste únicamente en anunciar su Evangelio, tratar de expulsar demonios y remediar dolencias y gastar todas nuestras energías en quehaceres, desvelos, tareas y madrugones. ¿Para cuándo acompañar también al Maestro al desierto y al descampado, estar con él en sus pausas de soledad y de respiro y seguirle en sus tiempos de estar ante el Padre, no como un obrero o un centinela, sino como el Hijo amado que abandona ante Él su cansancio y sus luchas?
      «Rendíos y conoced que yo soy Dios», reclama Dios mismo en un salmo (Sal 46,11). Y el verbo citado («rendirse») puede traducirse también como dejar, abandonar, soltar, estar quieto, ceder, permitir... Como si nos dijera: «Estad tranquilos, no me busquéis agitados y ansiosos tratando de verme: estoy esperando vuestro silencio y vuestra quietud para dejarme ver y alcanzar. Y si estáis rendidos de sueño, dejaos caer en mis brazos».
      Y es que, a lo mejor, estorbamos menos al Reino de Dios que se nos acerca y nos da alcance precisamente cuando estamos dormidos.











*      Escritora. Madrid. <daleixandre@gmail.com>.
1.     Ph. Bacq – C. Théobald, Une nouvelle chance pour l’Évangile. Vers une pastorale de l’engendrement, Lumen Vitae – Novalis, Bruxelles – Québec 2004, p. 21.
2.     Cf. op. cit., pp. 7-28
3.     Cf. op. cit., p. 25
4.     «Nadie ha vivido tan unificado como Jesús, tan menos fraccionado; nadie ha vivido el amor a Dios y al mundo de una manera tan integrada, tan bella, tan pura. Pero los evangelios nos lo presentan como un “hombre de dos tiempos”: el tiempo primero es el de la misión, las relaciones, los encuentros, la actividad sanante, la compasión por los pobres, la polémica con los fariseos. Pero también hombre de un segundo tiempo: justo cuando está más invadido y rodeado de gente, se marcha al desierto, al monte, al huerto... a orar. Jesús, que encuentra a Dios como nadie, y le adora y le sirve en esos tiempos primeros, se marcha a los tiempos segundos para aclararse más sobre su misión» (José Antonio García, Curso a las RSCJ sobre «Buscar y hallar a Dios en todas las cosas», Santa María de Huerta, Verano de 2004).