30.3.11

EL DON QUE SE RECIBE EN LO ESCONDIDO

LA INTERIORIDAD EN LA BIBLIA


Dolores Aleixandre RSCJ

“A medida que envejezco voy valorando más y más el descubrimiento del propio lugar como medida de la madurez, como conquista fundamental de la sabiduría vital. Ese lugar no es un espacio público, es decir, no tiene nada que ver con el éxito social. Es un sitio interior, algo así como una ligereza en la asunción de todas las capas de lo que uno es, aquellas que sé nombrar y aquellas para las que no tengo ni tendré nunca palabras. Es ese espacio íntimo desde el que no necesito preguntarme quién soy, ni representarme para los demás. Un lugar de serenidad probablemente inalcanzable desde el que se deben entender los secretos de la muerte y de la vida”[1].

Ignoro si la autora de estas palabras ha leído alguna vez el sermón del monte en el evangelio de Mateo y más bien me inclino a pensar que no. En todo caso, resulta significativa su coincidencia con lo que allí leemos:
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, porque les gusta plantarse de pie para orar  en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para hacerse ver por la gente: os digo de verdad que ya han conseguido su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, cerrando la puerta, ora a tu Padre que está en lo escondido. Y tu Padre que mira en lo escondido, te devolverá[2](Mt 6,5-6).

También aquí aparecen contrapuestos dos escenarios muy diferentes: uno exterior, en un plural que incluye lugares religiosos y profanos, y otro interior, expresado con un término griego peculiar, tameion, que puede significar tanto la pequeña despensa de una casa como la habitación única de la casa judía. En cualquier caso está en oposición al espacio público y lo que se subraya es lo escondido.
Otro contraste intencionadamente buscado es el de los hipócritas, un colectivo presentado un poco ridículamente, frente al singular y directo  tú.  A los primeros los ve la gente, al verdadero destinatario de la enseñanza sólo lo ve el Padre. Hay un juego de palabras significativo: en el término griego hipócrita está presente el verbo cripto, esconder, y es precisamente a lo escondido donde hay que acudir para orar.
Los verbos que indican la postura y la actitud están también cargados de intención: estar plantado en pie (una postura estática y desafiante) frente a entrar (un gesto dinámico marcado por la preposición que indica un movimiento en dirección a algo).
Tanto los hipócritas  como el consiguen una recompensa (salario, paga, premio...) pero ahí aparece una absoluta diferencia: de los primeros se dice que la consiguen (o que se apoderan de ella), hasta el final son ellos los protagonistas y actores (nunca mejor dicho...). Ya se han ofrecido en espectáculo y se quedan satisfechos porque lo que iban buscando era verse reflejados en la mirada de los demás y obtener así un crecimiento en su propio prestigio.  En cambio, el  que entra en su aposento y cierra la puerta, deja atrás el mundo de los reflejos y se adentra en una oscuridad en la que ya no es observado por nadie de fuera: ahora sólo está expuesto a la mirada del único que ve lo escondido.

Imposible encontrar mejores imágenes para expresar lo que es la interioridad  en la Biblia. Vamos a seguir la pista a ese ámbito de lo escondido y a sus caminos de acceso para  tratar de descubrir en qué consiste el don que se recibe ahí.


1. El ámbito de lo escondido

¿Cuáles son los antecedentes bíblicos de ese lugar escondido ? ¿Privilegia el AT algún espacio interior y oculto que favorezca el encuentro y la relación interpersonal?

 Un término hebreo, qereb, evoca el centro de un ser vivo, lo que hay dentro de él: vísceras, entrañas, interioridad e intimidad. El tema del centro es recurrente: Sofonías visualiza una Jerusalén con “el Señor justo  en su centro”, pero invadida también por ocupantes indeseables: príncipes rugientes como leones, jueces como lobos hambrientos, profetas que fanfarronean y sacerdotes que violan la ley. Presentimos una lucha por ocupar el espacio, pero al final se escucha una promesa que devuelve el ánimo: “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde... El Señor ha echado a tus enemigos. No temas, Sión, el Señor tu Dios es dentro de ti un soldado victorioso...” (Sof 3, 3-4; 12-17).

Tanto en las narraciones como en la poesía encontramos “lugares de centramiento”: los pozos, la tienda de la reunión, el Sinaí,  el templo, Sión... El arca,  lugar de las manifestaciones divinas, se situaba a diferencia de la nube, en medio del pueblo.
Al presentar a Esaú y Jacob, el narrador puntualiza que mientras que Esaú  era experto cazador y por lo tanto hombre de grandes espacios, Jacob  era un hombre de interior que permanecía voluntariamente sentado en su tienda (Cf. Gen 25,27). Y es que la tienda es un lugar íntimo que oculta muchos secretos: Sara escuchaba dentro de ella las palabras de los misteriosos visitantes de Abraham (Gen 18, 11) y será en esa misma tienda donde introduzca Isaac a Rebeca al tomarla por esposa (Gen 24,67) .
“Me esconderá en lo escondido de su tienda”, afirma un orante para expresar su seguridad (Salmo 27,5), y el Señor hablaba con Moisés en la tienda del encuentro “como un amigo habla con su amigo”  (Ex 33,11). En una escena anterior le había ordenado esconderse en una hendidura de la roca para que no pudiera verle al pasar junto a él (Ex 33,22); quizá por eso elige Elías una cueva para esperar al Señor en el Horeb (1Re 19,9) y el autor del Salmo 84 compara al  templo con la casa que encuentra un gorrión o el nido donde la golondrina coloca a sus polluelos (Cf. Sal 84 4).
La novia del Cantar pide apasionadamente a su amado: ¡Ay, llévame contigo, sí corriendo, a tu alcoba condúceme, rey mío...! (Cant 1, 4) y afirma después: “Me introdujo en su bodega...” (Cant 2,4). Ella misma es para él “jardín cerrado y fuente sellada (Cant 4, 12).

Otro término, el más frecuente del lenguaje bíblico para hablar de interioridad, es  leb, corazón[3], sede del conocimiento y de la integración unificadora. “Se le paralizó el corazón en su interior y se quedó como de piedra” (1 Sm 25,37). Se habla del corazón de algo para referirse a esa realidad como desconocida e inabarcable:

“Tres cosas me son inalcanzables,
cuatro no llego a comprender:
el camino del águila en el cielo,
el camino de la serpiente sobre la roca,
el camino del barco en el corazón del mar
y el camino del varón en la doncella (Pr 30,18).
 Se nombran cuatro caminos que antes no se han surcado y que por lo tanto no se conocen de antemano. El corazón del mar se refiere a la inexplorable profundidad de la alta mar “Vosotros estabais al  pie del monte, mientras el monte ardía hasta el corazón del cielo” (Dt 4,11). Según 2Sm 18,14, Absalón cuelga del corazón de la encina, es decir del espeso ramaje interior.
Es un lugar inaccesible para los hombres pero no para Dios que  “conoce los misterios del corazón” (Pr 44,22). Ante Él están patentes “incluso el seol y el reino de los muertos, cuánto más los corazones de los hijos de los hombres” (Pr 15,11). “No te fijes en su aspecto ni en su estatura elevada, El hombre mira lo que está a los ojos, mientras que Yahvé se fija en el corazón(1Sm 16,7). Corazón indica en estos casos lo profundamente oculto, lo opuesto a lo exterior.
Es la sede de los deseos ocultos, no expresados: 
“Le has cumplido el deseo de su corazón,
no le has negado lo que sus labios pidieron” (Sal 21,3)
Gracias a él se escucha y se discierne: cuando Salomón pide a Yahvé “un corazón que escuche” (1Re 3,9), está pidiendo que el mundo no sea mudo para él sino que le resulte inteligible. Es el  órgano de la voluntad, los planes, decisiones y las intenciones: a los colaboradores en la construcción de la tienda de reunión se los califica como gente “cuyo corazón se inclinaba a ello”, aludiendo a su disponibilidad; cuando David afirma:  “Tu siervo ha encontrado su corazón para orar en tu presencia” (2Sm 7,27) es como si dijera: “me he atrevido a...” y Qohélet recomienda:  Marcha por el camino de tu corazón” (Qo 11,9). En él se guarda fielmente el tesoro del recuerdo: “Las palabras que hoy te ordeno, deben estar sobre tu corazón” (Dt 6,6), “átalas a tus dedos,  escríbelas en la tabla de tu corazón” (Pr 7,3).
Abrir el corazón es comunicar todo el saber:  “¿Cómo puedes decir que me amas si tu corazón no está conmigo? Ya te has burlado de mí tres veces y no me has dicho por qué tu fuerza es tan grande” (Jue 16,15). Sansón dice querer a Dalila pero su corazón no está con ella, es decir  no la hace partícipe de sus secretos.
Con el corazón se conoce y por eso la máxima promesa que Israel recibió del Señor fue ésta: “Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo” (Ez 36,26)
Por eso el sabio recomienda:
“Hijo mío, por encima de todo cuida tu corazón
porque en él están las fuentes de la vida” (Pr 4,23).

Pero no podemos olvidar que un israelita difícilmente puede distinguir entre exterioridad e interioridad, entre conocer y elegir, entre oír y obedecer. Frente a nuestro modo de pensar analítico y diferenciador, el pensamiento bíblico es sintético e integrador y considera las realidades no como totalmente independientes, sino como aspectos de una misma cosa. La antropología occidental establece una marcada dicotomía entre alma y cuerpo, espíritu y materia, interioridad y exterioridad, mientras que para la semítica la vida es indivisible y la esfera interior no se puede separar de la actividad externa: corazón y manos están unidos en un único todo. Por eso el pensamiento bíblico no se detiene tanto en distinguir entre acciones e intenciones del corazón, sino en el modo justo de vivir, porque todo lo que una persona piensa y siente penetra en todo lo que hace y a la inversa.
“Dios busca la participación del corazón porque necesita vidas vividas en armonía con El a través de acciones que se arriesguen a incorporar el amor del propio  corazón. El problema del corazón es habituar a la lengua y a  los sentidos a comportarse en armonía con su visión interior”.[4]
“Camina en mi presencia y sé íntegro” (Gen 17,1) ordenó el Señor a Abraham, y esa integridad o unidad de la persona pone en relación lo interior con lo exterior. A ese trabajo de unificación profunda es a lo que se refiere Lucas cuando dice que “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). El participio griego symballousa expresa el trabajo de la fe para reunir los datos de la realidad con la promesa recibida, para que la Palabra acogida y guardada en el corazón proyecte su luz sobre la opacidad de los acontecimientos.


2. Caminos de acceso


Según el texto de Mateo, para acceder a ese espacio secreto en el que ya no estamos más que bajo la mirada del Padre, hay que realizar un desplazamiento de lo exterior a lo interior (entra en tu aposento), y tomar después una decisión de ruptura y separación (cierra la puerta). A partir de ahí, se inaugura un nuevo modo de relación con el propio yo: el personaje público se ha quedado fuera y el sujeto que está “en lo escondido” ya no está bajo la mirada de otros, sino solamente ante la de su Padre.

Una decisión de itinerancia
¿Qué es lo que hay que dejar atrás y fuera? O lo que es lo mismo ¿de dónde hay que desplazarse, de qué lugares hay que escapar?
La tradición bíblica conoce bien, desde Abraham,  ese dinamismo de peregrinación que supone arrancarse de “la propia tierra” (Gen 12,1). Más tarde habrá que dejar atrás otros lugares de muerte: “¡Saca a mi pueblo de Egipto!”, ordenó Yahvé a Moisés (Ex 3,10); “¡Salid de Babilonia!” (Is 52,11), repitió muchos años más tarde por boca de un profeta en el exilio.
Pero mientras que aquellos lugares de opresión eran fácilmente reconocibles, otros eran  prometedores de seguridad engañosa y una de las constantes de la predicación profética es desenmascararlos: “¡Ay de los que se sienten seguros en el monte de Samaría!  (Am 6,1); ¡Buscadme y viviréis! ¡No vayáis a Betel, no paséis a Gilgal, no vayáis a Berseba!”(Am 5,4), decía Amós denunciando la falsa tranquilidad  de los convencidos de estar plantados en lugares de salvación, e identificando ésta con un culto compatible con un lujo conseguido a través de la opresión de los débiles.
Hoy ya apenas sabemos por dónde quedan aquellos lugares de nombres extraños pero ¿no tendremos más de un “Betel” en los falsos caminos de interioridad que ofrece el mercado? ¿No descubrimos rasgos idolátricos en ciertas invitaciones a una espiritualidad escapada del mundo? ¿No suenan a burbujas insonorizadas que preservan y sustraen de lo que ocurre en el ancho mundo de Dios, con sus luchas y conflictos? El imperativo “¡Buscadme!” es difícilmente compatible con la ideología de la  autorrealización y con esa cultura del yo obsesionada monotemáticamente por el “¿qué sucede en mí?”, “¿cómo me siento?”..., un universo que gira en torno al propio yo y que aleja de la servicialidad y el interés por los otros.



 Una disposición a adentrarse en lo desconocido.
La llamada a salir del dominio de las apariencias y de las falsas imágenes del yo, supone que nos dirigimos hacia un adentro del que sabemos mucho menos que de las “sinagogas y plazas” del afuera. Las palabras del evangelio no son muy explícitas: sólo nos advierten de que es algo “escondido” y que, por tanto, queda fuera de nuestros controles y saberes.
Tuvo que aprenderlo Moisés en sus encuentros con el Señor “que descendía en una nube” (Ex 34,5), y también Salomón cuando en la inauguración del Templo “una nube lo llenó y los sacerdotes no podían oficiar a causa de la nube” (1 Re 8, 10). Y tuvo que aprenderlo de otra manera Elías al escuchar la voz de Yahvé no ya en terremotos, tormentas, fuegos o huracanes, sino en “la voz de un silencio tenue”  (1 Re 19,12).
El orante del Salmo 73 se debate con las preguntas  que le despierta la prosperidad de los malvados frente a la situación desastrosa de la gente buena y se desespera al no encontrar respuesta. Pero, de pronto, se le abre una brecha de luz en medio de su oscuridad y encuentra la salida:
 “Me puse a pensar para entenderlo
  pero me resultaba muy difícil.
¡ Hasta que entré en los secretos de Dios...!”(Sal 73,17)

Muchos siglos antes de que se escribiera el evangelio de Mateo, alguien había hecho ya el recorrido de las apariencias a la autenticidad y había “entrado en lo escondido” del misterio de Dios, de esa otra dimensión que nunca podremos someter con nuestra mente inquisidora y clasificadora y que sólo atisbamos cuando rendimos nuestras resistencias a entrar en lo que nos desborda y renunciamos a nuestra avidez por saber y dominar.[5]
Lo sabía bien Gregorio de Nisa: “Los conceptos crean ídolos de Dios, sólo el sobrecogimiento presiente algo”. [6]
¿Cómo sucederá  esto?, decía María en la anunciación,  porque yo no conozco varón... (Lc 1,34). Y la respuesta que recibe es la de que será el Espíritu Santo quien “se hará cargo”. Las palabras que ella pronuncia al final. “hágase en mí...” revelan que dejado de lado el “saber” y ha elegido el dejarse llevar.


Un paciente aprendizaje del silencio
Al que ha entrado en “lo escondido” no parecen hacerle falta muchas palabras, como si la mirada del Padre acallara todas sus inquietudes y sosegara la agitación de su discurso.
Cuando oréis, no habléis mucho...” (Mt 6,7), continúa la instrucción de Jesús acerca de la oración, haciéndose eco de la sentencia de Qohelet:
“No te precipites con tu boca
ni se apresure tu corazón a proferir una palabra ante Dios,
porque Dios está en el cielo y tú en la tierra.
Por tanto, sean tus palabras contadas” (Qo 9,17)

La exhortación al silencio en la presencia de Dios es frecuente en la Escritura:
“El Señor  está en su santo templo
¡Silencio en su presencia!” (Hab 2,20)

   “El Señor es bueno para los que en él esperan y le buscan;
   es bueno esperar en silencio la salvación de Dios” (Lam 3, 25)                                                     

   “Sólo en Dios descansa ( o “quédate callada”) alma mía,
de él viene mi esperanza” (Sal 62,1.6)

            “Juro que allano

y silencio  mi deseo.

Como un niño en brazos de su madre

como un niño sostengo mi deseo” (Sal 131,1)

La traducción literal del comienzo del Salmo 65 sería ésta:
                         “Para ti el silencio (es) alabanza[7]

El relato de Génesis 24 presenta a Eleazar, el criado de Abraham, esperando junto al pozo de Aram Naharaim que Dios le dé a conocer cuál de las muchachas que llegan a sacar agua es la elegida para ser esposa de Isaac. Llega Rebeca y el narrador nos indica cómo acceder al conocimiento del designio de Dios:“El hombre la contemplaba en silencio para conocer si el Señor daba  éxito a su viaje” (Gen 24,21). La misma raíz verbal aparece en la narración del paso del mar:

 “Moisés dijo al pueblo: No tengáis miedo; estad firmes y veréis la victoria que el Señor os va a conceder hoy; esos egipcios que estáis viendo hoy, no los volveréis a ver jamás. El Señor peleará por vosotros; vosotros esperad en silencio”(Ex 14,13).


Cuando las narraciones de los sinópticos insisten en el silencio de Jesús durante su pasión (Mc 14, 61; 15,5 y par.), se diría que están contemplando al Siervo que ya no deja oír su voz en las plazas, sino que ha sido adentrado en lo escondido del dolor y  “él mismo en su silenciamiento hasta la muerte, deviene la parábola  que había predicado: resulta de la muerte como verbum crucis . Hace de su silenciamiento parábola inaudita de Dios”.[8]
Por eso, como dice Xavier Melloni, “tendríamos que aprender a callar. Pero no callar para quedarnos mudos, sino para quedarnos en silencio. Y es que hay un callar que procede de no saber qué decir y hay otro callar que procede de que hay tanto que decir, que nos sobrecoge y nos recoge y nos silencia para permitir que sea Otra Voz la que hable. Pero eso pide una obertura, una humildad, una confianza que, desgraciadamente, escasamente tenemos”.[9]
Pero el silencio no es un fin en sí mismo y en eso difiere la interioridad cristiana de las invitaciones a acallar pensamientos y emociones para adquirir la paz mental. Sin dejar de reconocer el valor de ese esfuerzo, el evangelio nos invita a descender a otro nivel más hondo en el que el silencio ya no es obra nuestra, sino fruto de la actitud de escucha y de honda disponibilidad que va haciendo desaparecer de nosotros todo lo que se opone al deseo del Padre. Y ese silencio en el que ya no hay nada de artificial, nace de una comunión real de nuestro corazón profundo con Su voluntad.


3. El don que se recibe en lo escondido

Las palabras de Jesús, además de la contraposición entre exterioridad / interioridad, ponen un claro acento en la recompensa: ya han conseguido su recompensa / tu Padre te devolverá..
Si exploramos esa “recompensa” que se recibe en la interioridad, podemos llamarla con  estos nombres:

La experiencia de ser atraídos
El texto está marcado por imperativos: entra, cierra, ora... Y eso quiere decir que la iniciativa no parte de nosotros sino de Otro que es quien llama, invita y atrae: "Nadie puede acudir a mí si no lo atrae el Padre que me envió" (Jn 6,44). Tenemos secretas resistencias a creer que somos deseados por Dios y a que sea Él quien busque nuestra presencia y, sin embargo es de eso de lo que quieren convencernos los autores bíblicos, desde el Génesis al Apocalipsis: “Oyeron los pasos del Señor que se paseaba por el jardín al fresco de la tarde y el hombre y su mujer se escondieron de su vista entre los árboles del huerto. Pero el Señor Dios llamó al hombre diciendo ¿Dónde estás?”(Gen 3,8-9).
"Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Apoc 3,20).

Tanto en este último texto como en el de Mateo aparece una puerta separando dos ámbitos: el de fuera y el de dentro.  En Apocalipsis habla el “Amén, el testigo fiel” que está “fuera” y llama  a “abrir” esa puerta que le separa del que está “dentro” (la Iglesia de Laodicea), mientras que en el de Mateo, Jesús invita a  “cerrar” la puerta. En ambos casos, el encuentro tiene lugar en el espacio interior y las imágenes para expresar la intimidad son la de una cena juntos o la de un  intercambio de mirada y palabras.
La experiencia de atracción desemboca en el descubrimiento de estar habitados y de que, cuando llegamos a contactar con nuestro corazón, Alguien nos está esperando. “Hijas, que no estáis huecas”, decía Santa Teresa[10]. Estamos “habitados”, no vacíos; no llegamos los primeros ni estamos nunca solos:“Mi Padre y yo vendremos a él y haremos en él nuestra morada” (Jn 14,23). Por eso hacemos la misma experiencia de Jacob en Betel: “Verdaderamente, el Señor estaba en este lugar y yo no lo sabía” (Gen 28,16)...
A partir de esa convicción de fe, podemos perder el  miedo a contactar con todo lo que  en nosotros es oscuro, desordenado o inquietante: ”No habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos que nos permite clamar Abba, Padre (...) El Espíritu se hace cargo [11]de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,15. 26).
El Espíritu “derramado” en nosotros hace posible una aceptación positiva de nuestra condición frágil y limitada  porque, al “hacerse cargo” de ella, hace posible que dejemos de considerarla como un obstáculo entre Dios y nosotros. Y llegamos a alegrarnos de  no ser ni “puros espíritus” ni “espíritus puros” sino algo mucho mejor: hijos del Padre capaces de hacer la misma experiencia que hacía presentir a Ignacio de Antioquía “una fuente de agua viva que murmura en mi interior y me repite: Ven al Padre...”. [12]


La oportunidad de un comienzo absoluto
“Cierra puerta”: algo en la expresión nos permite visualizar la interioridad como un espacio de inviolable intimidad, inaccesible para los otros y cuya posibilidad de ser conocido o compartido queda absolutamente en manos de nuestra libertad. Soy yo quien decide quién y qué puede entrar en ese espacio y por eso la “puerta” juega un papel liminal. “Una persona se distingue esencialmente de una cosa por un cierto mundo interior que convierte cualquier tentativa que trate de exponerlo a una coacción exterior, en una verdadera profanación. (...) La inviolabilidad es una vocación que ha de realizarse y no un bien adquirido. (El sujeto) aparece remitido a sí mismo para recrearse, liberándose de todo aquello que le impediría ser origen de ese yo a través del cual se afirma a sí mismo”[13].

Sólo ahí es posible un nuevo comienzo, sólo desde ahí somos capaces de hacer verdaderas opciones: el hijo menor de la parábola no se pierde de manera “inocente”, como la oveja o la moneda de las otras parábolas: aparece como exigente, duro, derrochador, degradado al cuidar cerdos, calculador a la hora de su retorno. Cuando llega hasta el  fin de sus iniciativas, descubre que no le eran suficientes y que se ha destruido a sí mismo: se ha transformado de “hijo” en “porquero” y de “heredero” en “compañero” de los cerdos. No le queda nada de lo recibido y su deseo está orientado hacia el alimento, no al encuentro con su padre. Todo el ámbito de la exterioridad le es hostil y es precisamente en eso momento cuando aparece el “punto de inflexión” de la historia: “Entonces, entrando en sí,  se dijo: Me pondré en camino a donde está mi padre...”(Lc 15,17). Es en su interioridad donde encuentra la memoria de cómo es la vida en la casa de su padre y de donde le nace el deseo de volver a ella. Y el que aparecía marcado por la muerte, inexistente y perdido, es encontrado y entra finalmente en la vida.
Otra escena del evangelio describe de otra manera ese nuevo comienzo:
 Salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a él, y él les enseñaba.  Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado a la mesa de los  impuestos, y le dice: «Sígueme». El se levantó y le siguió. Y  estando él a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos, pues eran muchos los que le seguían (Mc 2,13-15).
Leví, que estaba también “fuera” y solo, entregado por entero al mundo de las transacciones, escucha una llamada de Jesús,  le da su asentimiento y abandona la mesa donde cobraba sus impuestos. El seguimiento en el que se ha embarcado lo lleva “dentro” y le sitúa ahora sentado junto a Jesús y a otros muchos en otra mesa alrededor de la cual da comienzo una etapa nueva hasta ese momento desconocida: la de la gratuidad, el perdón, la alegría y la fiesta compartidas (Cf Mc2,13-15).


El descanso de ser nosotros mismos
“Plantarse en las esquinas de la plazas para ser vistos” tiene el efecto perverso de que la propia vida llegue a depender sólo de estímulos externos y de cómo nos valoren los demás. Caemos en la servidumbre de la exterioridad y nuestro proceso vital se detiene.
El movimiento al que nos invita la enseñanza de Jesús parece implicar una renuncia a ese tipo de salario y a las recompensas de la aprobación ajena. Hay que abandonar todo eso, como abandonaron los primeros discípulos sus redes y su barca; hay que “vender” todas esas posesiones de “parecer” para poder comprar el campo de la interioridad en que se esconde el tesoro (Mt 13,46). Se diría que el acento está puesto  en la renuncia, pero la fuerza de los verbos de los que el Padre es sujeto “mira”, y “devuelve”, nos invitan a pensar en otra dirección.
Se nos invita a un trueque en el que arriesgamos pérdidas: cambiar la mirada de muchos por la de uno solo; salir de la luminosidad de las plazas para adentrarnos en la oscuridad de lo escondido. Pero la invitación encierra una secreta ganancia: la posibilidad de vivir desde lo que realmente somos, desde aquello que nos da identidad y consistencia.
Todo puede invertirse si llegamos a experimentar el hambre de otra cosa, lo mismo que al hijo menor de la parábola. Descubrimos que las “plazas” no nos dan más que apariencia de estabilidad pero que nos dejan sin suelo bajo los pies.
Pedro Salinas describe poéticamente esa diferencia entre el “personaje” y el verdadero yo:
Ahí, detrás de la risa
 ya no se te conoce.
Vas y vienes, resbalas
por un mundo de valses
helados, cuesta abajo;
y al pasar, los caprichos,
los prontos te arrebatan
besos sin vocación
a ti, la momentánea
cautiva de lo fácil.
“¡Qué alegre!”, dicen todos.
 Y es que entonces estás
queriendo ser tú otra,
 pareciéndote tanto
a ti misma, que tengo
miedo a perderte, así.

Te sigo. Espero. Sé
que cuando no te miren
túneles ni luceros,
cuando se crea el mundo
que ya sabe quien eres
y diga: “Sí, ya sé”,
tú te desatarás,
con los brazos en alto,
por detrás de tu pelo,
la lazada, mirándome.
Sin ruido de cristal
se caerá por el suelo,
ingrávida careta
inútil ya, la risa.
Y al verte en el amor
que yo te tiendo siempre
como un espejo ardiendo,
tú reconocerás
un rostro serio, grave,
una desconocida
alta, pálida y triste
que es mi amada. Y me quiere
por detrás de la risa.[14]

“Al verte en el amor que yo te tiendo siempre”... Es ese amor tendido hacia nosotros en la mirada del Padre lo que hace caer el fardo del "personaje" que llevamos a cuestas y nos hace experimentar la asombrosa libertad de no tener que representar papeles, ni acumular méritos, ni disimular pobrezas. Y al mostrarnos como realmente “somos”, es decir, como hijos, en vez de como “parecemos”, podemos acoger como pronunciadas también sobre nosotros las palabras del Padre sobre Jesús: Tú eres mi hijo querido, mi predilecto. Y entonces, la seguridad de ser así queridos nos llega más hondo que cualquier sentimiento de culpabilidad, desconfianza o recelo. Y a partir de nuestra condición de hijos amados, nos sentimos abrigados y a salvo “en lo escondido”,  envueltos en la protección cálida de un amor que nos acoge y nos posibilita la existencia y el crecimiento. Conducidos por el Pastor hemos llegado, por fin, a “las aguas del descanso” (Sal 23,3) .


La experiencia del desbordamiento
“Tu Padre que ve lo escondido, te devolverá ( te dará con creces)”. La relación con el Padre aparece marcada con el signo de la reciprocidad, como si por el gesto de entrar y cerrar la puerta, obedeciendo a la invitación de Jesús, el Padre se convirtiera en nuestro “deudor”. Es la misma convicción del autor de la carta a los Hebreos: “Al que sale al encuentro de Dios,  le es preciso creer que existe y que no deja sin recompensa a los que lo buscan” (Heb 11,6). El infrecuente término griego, misthapodotes, que podría ser traducido por  “dador de recompensa”, evoca sugerentes imágenes que permitirían hacer la siguiente paráfrasis:  “Si te decides a buscar a Dios, puedes hacerlo con la seguridad de que Él nunca dejará sin respuesta tu búsqueda”. Y yendo más lejos en el imaginario: “En tu búsqueda, no te sientas como si estuvieras lanzando pelotas contra el muro de un frontón; tu juego se parece más a una partida de tenis en la que, del otro lado de la red, un experto Jugador está atento a cada uno de tus movimientos para responder a ellos”.
Estamos ante una “maqueta” del proceso de la fe que se repite una y otra vez en toda la Biblia:   en su inicio existe siempre una palabra pro-vocadora que parte de la absoluta gratuidad de Dios: “Sal de tu tierra” (Gen 12,1), “ Extiende tu mano sobre el mar” (Ex 14,16) “Yo estoy contigo para librarte” (Jer 1, 8) “No temas Maria, vas a concebir y a dar a luz un hijo...”(Lc 1,30); “No temas, basta con que tengas fe” (Mc 5,36); “Tú eres Simón, hijo de Juan,  tú te llamarás Pedro” (Jn 1,42); “Entra.., cierra...tu Padre te devolverá...” (Mt 6, 6).
La Palabra recibida abre ante el creyente posibilidades que no se pueden comprobar inmediatamente: a un oscura nómada, la posesión de una tierra ; al líder de un pueblo que escapa de la esclavitud, atravesar un mar amenazador; a un profeta tembloroso, experimentar en medio de los conflictos una fuerza que no es suya; a una muchacha de un pueblo perdido de Galilea, llegar a ser madre del Mesías; a Jairo, la afirmación insólita de que su hija muerta sólo está dormida; a Simón, la promesa de una consistencia que le llevará más allá de su condición frágil; al buscador de prestigio y gratificaciones, un amor incondicional.
 Nada de lo que se les prometía era verificable pero en eso consiste el “juego” de la fe: “Si no os apoyáis en mí, nunca vais a experimentar que sois sostenidos” (Is 7,9), decía el Señor a Acaz, Un abismo de aguas profundas e infranqueables se abre ante el creyente que siente su imposibilidad de cruzarlo sin perder pie. Como única garantía cuenta con la palabra de otro que le dice: «No tengas miedo, hay roca debajo aunque no puedas verla, puedes atravesarlo apoyándote en ella...” y a partir de ese momento la decisión queda en sus manos. Puede preferir quedarse inmóvil, paralizado por el miedo a lo que aún no ha comprobado por sí mismo, aferrado a la seguridad que le ofrece la orilla familiar. O puede, apoyado en esa Palabra,  decidirse correr el riesgo de avanzar hacia lo desconocido.
Y será sólo allí donde hará la experiencia de que existe una Roca que sostiene a todo el que se atreve a apoyarse en ella y lo que encuentre desbordará siempre con creces su expectativa.

La llegada al lugar prometido

Cuando Jesús decía:“Me voy a prepararos un lugar” (Jn 14,2) ¿no era precisamente a éste al que se estaba refiriendo? Porque si consentimos a que, allá adentro,  la definitiva mirada sobre nosotros la tenga el Padre, entramos en un lugar en el que ya no se  “gana” ni se “obtiene”, sino que se  “recibe” la certeza de ser plenamente acogido, de no ser juzgado, ni condenado, ni comparado.
 Al emigrar  de los viejos suelos que sustentaban nuestro yo,  nos encontramos anclados en otro centro y respirando otro aire. Y frente al desgaste de la avidez y de la apropiación,  la experiencia del don inmerecido de la relación filial, nos aquieta y ensancha el corazón.
“Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador
 porque ha mirado la humillación de su esclava”
canta María en el Magnificat (Lc 1,48), reconociendo que en  esa mirada está la fuente de su júbilo. Pero ella, sin detenerse ahí, vuelve sus ojos allí donde Dios los tiene puestos, y contempla la historia con la misma mirada en la que se ha sentido envuelta.
Vuelve a “las plazas” de la realidad con unos ojos nuevos y junto a un realismo consciente de la precariedad de las cosas y de la dureza de la vida: hay hambrientos, pobres y humillados; hay ambiciones y poderes opresores que son su causa. Pero ella no se deja engañar por las apariencias, sino que es capaz de perforar la realidad y ver las cosas, las personas y las relaciones tal como Dios las ve. Y por eso se adelanta a contemplar a los hambrientos ya saciados, a los humildes y abatidos exaltados y a los ricos y poderosos despedidos con las manos vacías.
La exterioridad vacía y sus relaciones de apropiación han perdido su poder de seducción y han dejado al descubierto sus trampas. El que retorna a ella después de haber estado “en el lugar del Hijo”[15], lleva grabadas en el corazón “las marcas de Jesús” (Gal 6,17) que hacen de él un hijo y un hermano. En contacto con el Padre ha saboreado lo que es una relación de alteridad y es ese tipo de encuentro el que ahora va buscando.

“A quien tiene a Dios en la lengua, todo le sabe a Dios”, decía Taulero.
 A quien sabe vivir desde lo escondido bajo la mirada del Padre, todos se le vuelven hermanos.
















[1] Rosa Montero, “En busca del lugar”, El País Semanal 7 XI 99

[2] A la acción de dar (didomi) , se responde con la de “devolver” (apodidomi). La preposición le da también un tono intensivo que permitiría traducirlo como  devolver con creces” .
[3] Cf.H.W.Wolff, Antropología del Antiguo Testamento, Salamanca 1975, 63-86
[4]  A.J. Heschel, Dio alla ricerca dell’ huomo, Turín 1969, 331

[5] U.Eco pone estas palabras en boca de uno de sus personajes de El nombre de la rosa: “Cuanto más viejo me vuelvo, más me abandono a la voluntad de Dios y menos aprecio la inteligencia que quiere saber y la voluntad que quiere hacer. Y el único medio de salvación que reconozco es la fe que sabe esperar con paciencia, sin preguntar más de lo debido”.

[6] PG 44 377B
[7] Así lo comenta Maimónides: “Habiéndose dado cuenta todos de que aún lo que tenemos la facultad de percibir de Dios no hay otro medio de percibirlo que la negación, y no dándonos a conocer la negación absolutamente nada de la realidad de la cosa a que se aplica, todos, antiguos y modernos, han declarado que las inteligencias no son capaces de percibir a Dios, que El solo percibe lo que es y que percibirlo es reconocer que se es completamente incapaz de percibirlo. Todos los filósofos dicen: su belleza nos deslumbra y se nos oculta por la misma fuerza de su manifestación, del mismo modo que el sol se vela a los ojos, demasiado débiles para percibirlo. Lo más elocuente  que se ha dicho en este intento son las palabras del salmista: “Sólo el silencio te conviene como alabanza (Sal 65,2); elocuente expresión de este concepto, pues digamos lo que digamos con el fin de exaltar y glorificar a Dios, le haremos con ello mengua y veremos en ello imperfección. Más vale callarse y reducirse a las percepciones de la inteligencia, como aconsejan los hombres perfectos diciendo: Pensad en vuestro corazón, en vuestro lecho, y guardad silencio (Sal 4,5). ( Guía de perplejos  1,59, Ed.D.GZ MAESO, Madrid 1984, 35)

[8] A.Alvarez Bolado, “El silencio de Cristo”, en El silencio, Compilación de C. Castilla del Pino, Madrid  1991, 176
[9] J.Melloni , El Ciervo, Noviembre 2000, 19

[10] “Hay otra cosa preciosa sin ninguna comparación dentro de nosotras que lo que vemos por fuera. No nos imaginemos huecas en lo interior (...) que tengo por imposible si trajésemos cuidado de pensar que tenemos tal huésped dentro que nos diésemos tanto a las vanidades y cosas del mundo, porque veríamos cuán bajas son para las que dentro poseemos” (Camino 48,2)
[11] El verbo que utiliza Pablo, synantilambanein es el que LXX utiliza en boca del suegro de Moisés cuando le recomienda: “La tarea es demasiado pesada para tus fuerzas (...) Busca algunos hombres capaces...y así os repartiréis la carga...” (Ex 18,22).La preposición syn evoca la idea de proximidad mientras que anti tiene el sentido de “en lugar de”.

[12] Carta  a los Romanos
[13] M.Zundel, Qué hombre y qué Dios, Madrid 2002, 38
[14] La voz a ti debida. Poesías completas (2), Madrid 1989, 35-36
[15]La oración nos sitúa en el lugar del Hijo que vive vuelto al Padre, disponible y a la espera del Espíritu. Es más importante estar en ese lugar que descubrir lo que se encuentra en él. Y ahí, afrontar el silencio de Dios. El Espíritu Santo nos trae al Verbo cuando aceptamos no tener nada que decir ni que hacer” (Notas de unos Ejercicios de C. de Chergé, Prior trapense asesinado en Argelia en 1996).

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