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24.5.12

«Sí, Señor, tú sabes que te quiero.» Jn 21,15

Cuando remamos a oscuras
en medio de la noche,
y nuestras redes están vacías,
tú estás presente,
aunque nuestros ojos no sepan reconocerte.

SEÑOR, TÚ LO SABES TODO. ¡TÚ SABES QUE TE AMO!
De madrugada, cuando la luz vence a las tinieblas,
en el primer día de la semana,
tú estás en la orilla,
y tu palabra ilumina nuestras sombras.

SEÑOR, TÚ LO SABES TODO. ¡TÚ SABES QUE TE AMO!
Señor de la Vida en abundancia,
Señor de las redes llenas:
como Juan,
queremos ser capaces de reconocer tu presencia;
como Pedro,
queremos saltar de la barca para ir a tu encuentro.

SEÑOR, TÚ LO SABES TODO. ¡TÚ SABES QUE TE AMO!
Nos das a comer un pan y unos peces
que has preparado para nosotros,
y en esa comida compartida
aprendemos a entregar sin reservas
lo que gratuitamente hemos recibido de ti.

SEÑOR, TÚ LO SABES TODO. ¡TÚ SABES QUE TE AMO!
Tú reclamas de nosotros
la confesión de nuestro amor,
y nos envías después a sostener, a apoyar,
a defender la vida de nuestros hermanos.
No tenemos más que un poco de pan
y la pobreza de nuestro amor,
pero eso es lo que podemos ofrecerte,
y con eso estamos dispuestos a seguirte.

SEÑOR, TÚ LO SABES TODO. ¡TÚ SABES QUE TE AMO!
Con todos los que creen sin haber visto,
con todos cuantos buscan sin desfallecer,
con todos los pequeños y humildes de corazón,
creemos y proclamamos
que en ti la muerte ha sido vencida,
que estás vivo y nos precedes en el camino.

SEÑOR, TÚ LO SABES TODO. ¡TÚ SABES QUE TE AMO!

Dolores Aleixandre (Compañeros en el camino)

3.3.12

¡Bajar del monte!

SIEGER KODER
En la plaza
Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.

No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón
de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.

Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros
.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.

Entra despacio, como el bañista que, temeroso,
con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos
Y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.

Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!

(Vicente Aleixandre)
Tomado de: Cambiaste mi luto en danza (Dolores Aleixandre)

8.1.12

¡Llamados a la CONVERSIÓN!

Pincha
Acercaos vosotros, los abatidos por el dolor del
mundo, los tentados de desánimo y desesperanza.
Escuchad: Dios se llama Emmanuel,
ha plantado su tienda
en esta historia revuelta y conflictiva
y vuestra noche, iluminada por su presencia
se ha vuelto lugar de su manifestación.
... 
Venid, temerosos,
los que vivís agobiados por vuestra fragilidad
y acosados por vuestros límites:
sentaos a la mesa de la gratuidad de Dios,
dejad que vuestro corazón se dilate ante el calor
de su acogida, abrios a la buena noticia
de que vuestras oscuras historias de pecado
están sumergidas en la plenitud de su misericordia.
... 
Acudid, gente ignorante, que confundís
los caminos de Dios con los vuestros,
que no sabéis traducir el lenguaje de Belén
ni hablar el dialecto de Nazaret.
Aprended a leer las nuevas señales
que anuncian su presencia y renunciad
a vuestros pretendidos saberes sobre él.
Abandonad vuestra vieja cordura
y dejaos embriagar por el vino de su banquete
y por la desmesura de su amor.
... 
¡Daos prisa, entrad todos en Bet-lehem,
la casa del pan!
Desataos el sayal del desencanto,
sacudid como polvo el cansancio de vuestros pies,
revestios la alegría como un traje de fiesta
y aprended junto al pesebre del niño
a entrar en la danza de la bendición
y a dejaros arrastrar
por la pasión de su evangelio.
...
Dolores Aleixandre

27.12.11

¡Dios llora a sus hijos!

Koder (Rachel)
“El Talmud asocia las lágrimas de Raquel a las lágrimas de Dios que caen en el mar  cuando se acuerda de sus hijos que viven en el exilio, oprimidos en medio de las naciones. Esas lágrimas, al caer, producen un ruido que se oye hasta los confines de la tierra, como un terremoto. Y durante las tres vigilias de la noche el Santo, bendito sea, grita y ruge como un león para expresar su desgarramiento ante la suerte de sus hijos.  (Berakot, 59ª y 3ª).
... Por eso, quien se acerca a Él no encuentra serenidad y descanso, sino el don de las lágrimas.”
Dolores Aleixandre

14.11.11

¡La mirada de Jesús!


El icono de Zaqueo.
Lee despacio la escena sintiéndote dentro de ella: también tú acaparas muchas «riquezas injustas»: lo que sabes, puedes, tienes...; también tú quieres saber quién es Jesús; también tú eres «pequeño de estatura» para poder verle, y muchos tipos de «multitudes» te lo están impidiendo; también tú estás tratando de poner algún medio para verle. «Jesús, llegando a aquel sitio, alzó la vista...» Antes de que os dijera a Zaqueo y a ti : «Baja pronto, que quiero hospedarme en tu casa», su mirada os ha hablado de acogida incondicional, de su deseo de encontrarse con él y contigo, de la alegría que le da su presencia y la tuya, de las expectativas de amistad que tiene sobre él y sobre ti. En su mirada no hay, en ese primer momento, ni exigencia, ni corrección, ni siquiera llamada a la conversión; tan sólo hay una oferta de perdón gratuito y una llamada a entrar en otro nivel de relación. Deja que fluyan en ti el agradecimiento, la alegría de ser mirado así, de recibir esa llamada a una mayor intimidad. Sé consciente de que la transformación de Zaqueo, su conversión a la justicia y la generosidad nacieron de ahí. Ponte delante de Jesús con «todos tus bienes» y dile qué quieres hacer con ellos. Escucha como pronunciadas para ti las palabras de Jesús:
«El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar
lo que estaba perdido...»

Dolores Aleixandre "Compañeros en el camino"

20.9.11

¡La mirada de Jesús!

"El sujeto del primer verbo es Jesús: «Vio a un hombre llamado Mateo». Ese hombre está pasivo, «sentado en el despacho de impuestos», atrapado por su condición de recaudador, atado a una profesión que le hace despreciable a los ojos de todos. Pero los ojos de Jesús han sabido ver más allá de las apariencias: han visto en el publicano a un discípulo, a un seguidor. Para esa mirada nadie está sentenciado ni calificado definitivamente, sino que tiene el futuro por delante. «Sígueme», le dice; y «él se levantó y lo siguió».

Mateo se ha sentido mirado por primera vez de otra manera: Alguien cree en él y lo llama, y por eso se convierte en alguien dinámico que deja atrás su pasado, asume el protagonismo de su propia vida y se pone en marcha detrás del que fue capaz de mirarle así.

* Contempla la mirada de Jesús sobre Mateo y siente
que tú eres Mateo. Déjate mirar por unos ojos que ven en
ti mucho más adentro de lo que ven los demás y de lo que
tú ves de ti mismo. No se fija en tus defectos ni en tus
incapacidades; no le preocupa lo que ya eres, sino que ve
en ti todas las posibilidades escondidas que él mismo ha
puesto en ti y que quizá tú desconoces. Fíate más de sus
ojos que de los tuyos; cree que su mirada y su llamada
pueden hacer de ti un discípulo. Pídele que te enseñe a
mirar así a los demás, que te haga como él, incapaz de
sentenciar a nadie, de condenar a nadie, de pensar de nadie
que no es capaz de cambiar..."

Dolores Aleixandre "Compañeros en el camino"
 

28.8.11

Yo estoy CONTIGO... Jr 1,19


"La alegría del «conmigo» (Jesús como tesoro encontrado) es la condición de posibilidad de «venderlo todo» (estar dispuesto a pasar «trabajos»)" 
 Dolores Aleixander "Compañeros en el camino"

10.4.11

Libro: Compañeros en el camino: Iconos bíblicos para un itinerario de oración (Dolores Aleixandre)

"P. Kolvenbach a un novicio jesuita:
-Padre, ¿usted cómo reza?
-Rezo con Iconos
-¿Y qué hace?, ¿los mira?
-No. Me miran ellos a mí."

Pincha y lee


30.3.11

Contemporáneas de hace veinte siglos

Dolores Aleixandre
 Una mirada a siete iconos femeninos del Evangelio - Cuentan que un novicio jesuita preguntó un día al P. Kolvenbach, Superior General de la Compañía de Jesús: "Padre ¿Vd. cómo reza?", "Rezo con íconos". "Y ¿qué hace?, ¿los mira?" "No. Me miran ellos a mí..." Un ícono reclama en un primer momento nuestra mirada pero, si hay algo que nos sorprende y nos atrae de ellos es que, sea cual sea el ángulo en que nos situemos, tenemos la sensación de que nos están mirando. Vamos a acercarnos a contemplar siete iconos de mujeres del Evangelio y lo haremos desde situaciones concretas que hoy vivimos, tratando de que su mirada nos comunique algo de lo que ellas experimentaron en la cercanía de Jesús.
1. ISABEL (Lc 1, 39-45) Un rasgo de nuestra sociedad es el individualismo, el ensimismamiento narcisista que nos centra y concentra en nuestro yo como lugar preferente de atención, dedicación, cuidado e inversión de casi todas nuestras energías disponibles. Da la sensación de que todo desde fuera invita a vivir ensimismados y sordos a las voces que nos vienen de más allá de nosotros mismos. Muchas fuerzas externas a nosotros nos llaman a reducir nuestra vida al tamaño de un bonsai, a encoger los deseos hasta reducirlos a los pequeños bienes accesibles y a conformarnos con pequeñas dosis de placer egoísta. Pero en ese ensimismamiento irrumpen también las "visitaciones": si releemos Lc 1,39-45, encontraremos a Isabel, la prima de María, como prototipo de una vida "visitada", de una existencia que corría el peligro de cerrarse en la pequeña felicidad de su fecundidad sorpresiva y en la que, sin embargo, se abrió paso una voz que venía de más allá de ella misma. Isabel escuchó aquella voz y supo reconocer a María como la nueva Arca de la Alianza que llevaba dentro la salvación. Y Lucas nos da el dato de que "el niño se puso a dar saltos de alegría en su vientre"(Lc 1,44). Isabel, "la visitada", puede enseñarnos a reconocer todo aquello que viene a nosotros envuelto en el disfraz de lo insignificante, algo que constituye una constante bíblica desde Abraham, aquel oscuro nómada que se reveló como portador de bendición, hasta los de la parábola del juicio final de Mateo 25. Hoy sabemos que la miseria que afecta a dos terceras partes del planeta no ha dejado de crecer en las últimas décadas, lo mismo que el impacto de la emigración y de la pobreza creciente. Y, cuando tenemos la tentación de hacernos los sordos a todas esas llamadas, el Evangelio nos ofrece como tesoro secreto la noticia de que es el Señor mismo quien se oculta bajo esos rostros. Por eso nos urge a estar siempre "de parte de los visitantes" y a saber descubrir como portadores de bendición a aquellos que irrumpen e incomodan nuestras vidas que tienden a replegarse y encerrarse. No están lejos de nosotros, nos rodean por todas partes, su voz es fácilmente audible. Bastaría quitarnos los auriculares un momento para escucharles llamando a nuestras puertas. Y abrirlas puede transformar nuestras vidas y llenarlas de alegría porque son las personas y no las cosas, la fuente privilegiada de felicidad.
2. ANA LA PROFETISA (Lc 2, 36-38) Pertenecemos a una generación devorada por la inmediatez, con enorme dificultad para encajar procesos de larga duración: navegamos por Internet, viajamos en trenes de alta velocidad, cocinamos en microondas, consumimos sopas instantáneas... La publicidad nos lo fomenta: "Disfrute hoy de su compra y pague dentro de ocho meses..." Y el problema está en que con frecuencia intentamos aplicar esos mismos ritmos a las relaciones humanas, pero ni una amistad, ni una pareja, ni una familia, ni una comunidad se forjan con esa medida ultrarrápida del tiempo, sino que necesitan procesos lentos de crecimiento que se nos hace difícil aceptar. Ana, la profetisa, a quien el Evangelio nos presenta esperando toda su vida la llegada del Mesías y celebrando haberlo encontrado en sus últimos días, nos ofrece la sabiduría del saber esperar. La imagen que nos da de ella Lucas es que "le compensó" haber pasado la vida entera a la espera y que, como no quedó defraudada sino premiada con creces, su alegría se desbordó en la alabanza y el agradecimiento. Esperar algo requiere una cualidad que el Nuevo Testamento llama "aguante activo" y que solemos traducir por "paciencia", pero que tiene más de acoger que de soportar. Revela una capacidad de ser receptivo y eso sólo es posible con una confianza que se instala en el fondo y que da fuerza para acoger la vida concreta, los acontecimientos y las cosas en lo que pueden tener de dificultoso, duro, penoso o contrariante. Las imágenes que usa el Nuevo Testamento para hablar de esa actitud sugieren que el que espera empieza ya a disfrutar en el presente de aquello que es objeto de su espera, aunque la total posesión de lo que ya ha comenzado a gozarse no sea aún mas que objeto de promesa: - cuando un campesino pasea por su campo y ve el trigo apuntando, se alegra ya, aunque sepa que aún no está la cosecha en su granero y que sólo la posee en forma de promesa (cf Mc 4,26-29) - los invitados a un banquete tienen ya en las manos la invitación a las bodas, que pone en marcha los dinamismos de la preparación de la fiesta, la impaciente espera del momento en que llegue el novio que está ya en camino(cf Mt 22,1-2; 25,1-12) - el que "atesora un tesoro en los cielos" goza de saberlo a salvo en un lugar "donde no llega el ladrón ni roe la polilla" (Mt 12,33) - la mujer embarazada no tiene aún el hijo en sus brazos, pero vive de la promesa de su presencia y, en el momento del parto, está angustiada pero aguanta el dolor desde la alegría prometida de poder dar una nueva vida al mundo (cf Jn 16,21). Ana la profetisa puede comunicarnos algo del secreto de la esperanza.
3. LA SUEGRA DE PEDRO (Mc 1,29-31) Al invitarnos a recorrer junto a Jesús una de sus jornadas en Cafarnaúm (Mc 1,21-38), Marcos nos presenta una escena en la que vemos, como en maqueta, todo lo que va a ser la existencia de Jesús: "Después de salir de la sinagoga y con Santiago y Juan, se dirigió a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se la recomendaron. El se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles" (Mc 1,29-31). Una mujer anónima, a la que sólo conocemos referida a su yerno y poseída por la fiebre, fue introducida en la fiesta comunitaria del servicio fraterno por la mano liberadora de Jesús. Al comienzo del texto de Marcos, por tanto, es alguien en posición horizontal que es la de los muertos, separada de la comunidad y dominada por la fiebre. Al final del relato la encontramos en pie, curada y prestando servicio. Ha empezado a "tener parte con Jesús" (Jn 13,8). El secreto de la transformación se nos revela de una manera escueta: es el primer gesto silencioso de Jesús del que hay constancia en Marcos y tres verbos bastan para su sobriedad: "se acercó", "la cogió de la mano", "la levantó". En un mundo en el que las relaciones se establecen a través del poder, de la dominación, de una manera de ejercer la autoridad en que el fuerte se impone sobre el débil, el rico sobre el pobre, el que posee información sobre el ignorante, la escena de esta mujer curada por Jesús nos introduce en el nuevo orden de relaciones que deben caracterizar el Reino: en él la vinculación fundamental es la de la hermandad en el servicio mutuo. La praxis de Jesús desestabiliza todos los estereotipos y modelos mundanos de autoridad, descalificando cualquier manifestación de dominio de unos hermanos por otros: se inaugura un estilo nuevo en el que el "diseño circular" reemplaza y da por periclitado el "modelo escalafón". Su manera de tratar a la gente del margen pone en marcha un movimiento de inclusión en el que la mesa compartida con los que aparentemente eran "menos" y estaban "por debajo", invalidaba cualquier pretensión de creerse "más" o se situarse "por encima" de otros. Por eso, cuando Marcos nos presenta a la suegra de Pedro "sirviendo", nos está diciendo: aquí hay alguien que ha entrado en la órbita de Jesús, que ha respondido a su invitación de ponerse a los pies de los demás y por eso está "teniendo parte con él.". Muchas de las dificultades que tenemos en la vida relacional nos vienen de nuestra resistencia a ponernos en la postura básica de un servicio que no pide recompensas, ni reclama agradecimientos, ni se empeña en que "le pongan la medallita". Al que intenta vivir así, le basta con la alegría de evitar cansancio a otros y con el gozo de poder estar, como Jesús, con la toalla ceñida para lavar los pies manchados del camino de los hermanos. Imaginad la novedad que supondría este modo de relacionarnos con la gente y entre nosotros.
4. LA VIUDA POBRE (Lc 21,1-4) Dicen los sociólogos que la fragmentación es una de las características más clara del individuo posmoderno. No estamos enteros en las cosas ni en los encuentros, sino divididos, parcializados, presentes sólo con una parte de nuestro ser: estamos trabajando soñando con el fin de semana y estamos en la caravana de retorno a casa el domingo por la tarde añorando el "hogar, dulce hogar". Nos cuesta tomar decisiones, nos aterra hacer elecciones que nos cierren posibilidades, huimos de compromisos duraderos que cojan a nuestra persona entera, nos horrorizan las palabras "definitivo", perpetuo, total... Preferimos que todo quede abierto, reservándonos siempre la posibilidad de marcha atrás. Aquella viuda pobre que echó la segunda monedita en el cepillo del templo provoca nuestro asombro y, por lo que se ve, también el de Jesús: tenía entre las manos dos monedas y no se puso a dudar, ni a calcular cuánto le darían a plazo fijo invirtiéndolas en un seguro de vejez o en el superlibretón de la Caixa, o haciendo apartados: esto para el abono a Canal Plus, esto para ir a Benidorm con el Inserso, esto para la letra del coche... Le pareció que era mejor jugárselo todo a una carta, la de la entrega, la de la totalidad, y toda ella estaba entera en su elección tan arriesgada. Toma la decisión temeraria de echar en el cepillo del templo y de una vez las dos moneditas que eran todo lo que tenía para vivir. En la admiración de Jesús por esa mujer se nota la alegría de una coincidencia de fondo: aquella mujer había aprendido, seguramente sin saberlo, aquella extraña sabiduría de Jesús de no atesorar para mañana, esos rasgos de desmesura, desproporción, abundancia, esplendidez, derroche, despilfarro que son característicos de las narraciones evangélicas. Da la sensación de que Jesús carece de sentido de la medida y por eso en Caná es una exageración la cantidad de agua convertida en vino (Jn 2,6), como lo son los doce canastos que sobran de los panes multiplicados (Mt 14,20). La viuda pobre nos ofrece el tesoro de practicar la convicción de que la mejor manera de vivir el futuro es entregárselo todo al presente, atreverse a entrar en la lógica alternativa del derroche y de la pérdida, en un talante de vida no basado en la reserva, la precaución y las previsiones, sino en la presencia apasionada en lo que se vive en el momento presente. Y podríamos empezar por las relaciones interpersonales: en ese campo "echarlo todo" significa que se está convencido de que sólo comprometiéndonos de todo corazón con la otra persona es como llegamos a conocerla de verdad, sólo cuando estamos dispuestos a entregar la segunda moneda, esa que siempre tenemos la tentación de reservarnos, es cuando empezamos a aprender algo de aquello que la viuda del Evangelio supo vivir tan bien: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo" (Lc 10, 28).
5. LA CANANEA (Mt 15, 21-28) Vivimos en tiempos de afirmación del pluralismo. Es un fenómeno que ha existido siempre: grupos y personas individuales con visiones distintas de las cosas y formas diversas de vivir. Hoy eso está acentuado y cada grupo procura afirmar su identidad a partir de lo que le es propio, diferente de los demás: pluralismo de cultura, grupos étnicos, ideas, religiones... El pluralismo puede crear, por un lado, una humanidad más capaz de convivir, pero también le amenazan dos peligros: el de una tolerancia pasiva (dejar pasar, dejar ser, dejar estar...) que lleva a la desintegración, al individualismo o a la autocomplacencia total y que no se deja cuestionar por lo diferente. Otro peligro es la intolerancia combativa: sólo mi grupo tiene razón y está en lo cierto, y todos los que no coincidan con él están equivocados. Esta aparente tendencia unificadora destruye la comunión porque no tolera lo diferente. El igualitarismo no crea comunión: masifica. El personaje de la mujer cananea subraya en su comienzo la distancia entre el judío Jesús y la mujer: él ha sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel y ella no pertenece a ese grupo sino a "los otros". Los gentiles excluidos de la Alianza. Pero la actitud de ella, su confiada existencias, hace avanzar el diálogo, acorta las distancias, rompe las diferencias y la resistencia primera de Jesús se disuelve ante la fe de la mujer. Ambos encontraron los que les hacía "concordes". Al crear el mundo, Dios introdujo el "principio separación": desde entonces la comunión se crea a partir de lo diferente, no de lo igual. Se crea dialogando, colaborando en el contexto de una vida en común, entrando en un dinamismo enriquecedor de intercambio con lo diferente. La comunión se hace por la convergencia: cada grupo crece a partir de las propias raíces, integrando las riquezas que le aportan los demás. Catolicidad significa "pluralidad en la unidad". Una antigua profesión de fe trinitaria dice que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son "concordes en la Trinidad". Es decir, que son concordes precisamente en lo que los distingue. La mujer cananea no se cansó de insistir, de permanecer, de seguir luchando y expresando su inquietud. Y Jesús fue capaz de dejarse convencer, de entender sus razonamientos, de admirar su fe y de transformar su postura inicial. Al final, habían llegado a ser "concordes en la diversidad". Y el resultado fue una niña rescatada de las garras del enemigo, una mujer cananea feliz por haber alcanzado la sanación de su hija y un judío, Jesús, que descubrió la revelación de que el Padre, a través de aquella mujer extranjera, le confiaba una misión que alcanzaba al mundo entero.
6. LA VIUDA DE NAIM (Lc 7,11-17) Dice el Cardenal Daneels que en cada momento de nuestra existencia decimos "adiós" a alguna persona o a alguna cosa, nos vemos enfrentados a la necesidad de despedirnos y de "hacer duelo": envejecemos, vemos apagarse nuestra energía; sufrimos al perder un ser querido: un hijo, el compañero o compañera de nuestra vida, un hermano o una hermana, un amigo, una buena vecina; sufrimos por un trabajo perdido o al que nos vemos obligados a renunciar; sufrimos por tantas heridas y tensiones, por el deterioro de nuestra imagen, por tantas oportunidades fallidas, por la perspectiva de nuestra propia muerte que se acerca inexorablemente... Y dicen los psicólogos que necesitamos aprender a procesar el duelo, saber decir "adiós" a lo que se va y "hola" a lo que llega. Vivimos en una cultura en que, por una parte, la muerte está omnipresente y, por otra, se la aleja en un intento de ignorarla, evacuarla y expulsarla de nuestra conciencia. Nadie se muere porque es ley de nuestra condición mortal, se muere por accidente, o por un error médico, o víctima de una enfermedad para la que aún no se ha encontrado remedio pero que será vencida en el futuro. El paso del tiempo se vive como desvalimiento, inseguridad y perplejidad; es una agresión, y se trata a toda costa de borrar sus huellas, como si fuera algo vergonzoso que hay que ocultar por educación y elemental buen gusto. Nos aferramos a todo lo que poseemos: dinero, fuerzas, trabajos, juventud, saberes, fama, imagen... la pérdida de cualquiera de esos "bienes" nos desconcierta, nos produce rebeldía y fácilmente nos hace caer en el abatimiento. Seguimos anclados en la nostalgia del pasado, incapacitados para mirar lo que nos está trayendo el presente, llorando por haber perdido el sol e impidiéndonos así, por culpa de las lágrimas, llegar a ver las estrellas, como decía R. Tagore. ¿Qué sabiduría encontramos en el Evangelio para vivir de una manera contracultural las pérdidas y el paso del tiempo? Aquella mujer viuda de Naim, que había perdido su hijo único, nos representa a todos nosotros encajando a duras penas todos los adioses que la vida nos va imponiendo y el evangelio nos la presenta recibiendo de manos de Jesús al hijo perdido, ahora como un don y no como una posesión que se retiene compulsivamente. Posiblemente su relación con aquel hijo recobrado adquirió desde entonces otra dimensión preciosa: la del don gratuitamente recibido que no se puede agarrar como propiedad absoluta sino que se tiene entre las manos con agradecimiento y libertad. De aquella mujer aprendemos a saber relativizar, no perdiendo el interés por las cosas y las personas, sino dándoles su justa medida, la medida del amor, de la vinculación y el compromiso. Y a saber, como el árbol a quien le podan las ramas, que es el precio para poder seguir creciendo y dando fruto.
7. LAS MIRRÓFORAS (Mc 16,1-8) Para nadie es un secreto que vivimos tiempos oscuros y que nos sentimos perplejos y tentados de desánimo en incontables ocasiones. De las mujeres que fueron al sepulcro en la mañana de Pascua llevando perfumes quizá podamos aprender su capacidad de afrontar los acontecimientos con sabiduría y audacia. En primer lugar, encontramos a unas mujeres "mirróforas", es decir, portadoras de perfumes, que madrugan para ir a embalsamar el cuerpo de Jesús. La alusión al "primer día de la semana" y a la "salida del sol" acompañan su aparición en escena sumergiéndolas en un universo de nuevas significaciones: estamos en el comienzo de la nueva creación y la luz del Resucitado las envuelve en su resplandor. Son conscientes del tamaño de la piedra y de su imposibilidad de moverla, pero eso no es un obstáculo en su determinación de ir a embalsamar el cuerpo de Jesús. El joven sentado al lado derecho y vestido con una túnica blanca les dice: No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado, no está aquí. Ved el lugar donde lo pusieron." Los títulos que se dan a Jesús: "Nazareno" y "Crucificado" nos remiten necesariamente al primer capítulo de Marcos: "Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1,1) y nos hacen comprender algo del "proyecto teológico" del evangelista: los dos títulos del comienzo se van llenando de un contenido sorprendente según va avanzando su libro y el lector/catecúmeno va aprendiendo con asombro que el modo concreto elegido por el Padre para su Cristo y su Hijo no es el del triunfo, la gloria, el poderío o el resplandor luminoso, sino la oscura condición de un nazareno tenido por "uno de tantos" y el destino trágico de una muerte en cruz. Al llegar al final del evangelio de Marcos ya nadie puede engañarse: para reconocer al Cristo Hijo de Dios hay que bajar y no subir, hay que contar con el fracaso y con el dolor, hay que hacer callar a muchas imágenes falsas de Dios para abrirse a la que se nos revela en aquel galileo crucificado fuera de las murallas de Jerusalén. Por eso el final convoca a una cita en Galilea: "Id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo". Cada seguidor del Cristo Hijo de Dios tendrá, a su vez, que dar contenido a su condición de discípulo en la Galilea de su vida, tendrá que ir verificando la autenticidad de su seguimiento en el esfuerzo por ir acompasando su camino al de aquél que pasó haciendo el bien y no rehuyendo ningún quebrantamiento ni ninguna dolencia, sino haciéndose próximo a todo ello para sanarlo cargándolo sobre sí. El temor de las mujeres y su silencio se convierten así en un "cortejo adecuado" para el itinerario al que se invita al cristiano: ir a Galilea no es fácil y puede inspirar temor porque ahora ya sabemos cuál fue el final del que recorrió sus ciudades y sus caminos. Y lo que importa no es hablar sino seguir con atención el rastro de sus huellas. Pero el anuncio encierra una promesa que es ya, de por sí, la mejor noticia: el que ya no se deja encerrar por la noche del sepulcro, ha tomado la delantera y espera en Galilea a los que quieran reunirse con él. Allí le verán. Allí le veremos también nosotros si, como aquellas mujeres, nos dejamos encontrar por él. *Religiosa del Sagrado Corazón. Profesora de Biblia en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid). Misión Joven, mayo 2003/Eclesalia

Desde el Tanatorio

Me desplomo sobre una silla del tanatorio después de mirar por el cristal el rostro irreconocible de Mirentxu dentro de la caja y me pongo a llorar desconsolada. La noticia de su muerte ha sido un mazazo que no esperaba. Precisamente ella, que era un chorro de vitalidad, y de proyectos, y de sabiduría para disfrutar de la vida. Precisamente ella, que era un nudo de relaciones, una de esas personas con el don rarísimo de establecer vínculos estables y únicos con montones de gentes de todo tipo y condición. Precisamente ella, que nos hacía falta a tantas personas y que nos deja tan desvalidos, a Luis y a los niños sobre todo. Y justo cuando parecía que estaba mejor y que el tratamiento estaba surtiendo efecto.
“No hay derecho”, pienso. Y me suben oleadas de rebeldía y de preguntas. ¿Por qué ella, por qué? No entiendo nada ni quiero entenderlo; es injusto y cruel e incomprensible y se me atascan las lágrimas en la garganta.
En el tanatorio abarrotado hay un silencio denso. Miro los rostros de tanta gente, conocida y desconocida y leo en todos el mismo estupor y la misma pena honda que nos quita hasta la gana de hablar.
Va a haber una misa y siento, junto a la necesidad de rezar, una especie de bloqueo con Dios, una imposibilidad de dirigirme a Él, porque en el fondo le estoy pidiendo cuentas de esta muerte incomprensible. Espero que el cura no se ponga a repetirnos una homilía de plástico de las de siempre: que la muerte es un misterio insondable, que ella está ya gozando en el cielo y que nos tiene que consolar mucho el que haya dejado de sufrir. Lo miro con prevención, conminándole internamente a que se abstenga de decirnos nada de eso.
“Lectura del santo Evangelio según San Juan:
Las hermanas de Lázaro le mandaron este recado:-Señor, tu amigo está enfermo (…) El dijo: “-Nuestro amigo Lázaro está dormido; voy a despertarlo.(…) Al ver a María llorando y a los judíos que lo acompañaban llorando, Jesús se estremeció por dentro y dijo muy agitado:-¿Dónde lo habéis puesto?. Le dicen: -Señor, ven a ver. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: -¡Cuánto lo quería…!” (Jn 11, 3.11.35)”
No comenta nada y propone unos momentos de silencio.
Ahora y aquí. Renunciar a las explicaciones, a los intentos de saber por qué, al lenguaje nefasto del “Dios lo ha permitido”, “hay que aceptar su santísima voluntad…”, “se ve que ya había completado su carrera, después de hacer tanto bien…”
¡Fuera! Echar a latigazos a esos mercaderes que nos ofrecen idolillos canijos del dios que “se lleva siempre a los mejores…”, del dios de “los inescrutables designios”, del dios que decidió ayer, con el pulgar hacia abajo como Nerón, la muerte de Mirentxu.
Expulsar a la calle, sin contemplaciones, a todos los que intenten  profanar nuestro templo y ocupar con palabras huecas como globos hinchados, el espacio vacío de una ausencia que nos hace daño. Porque ese dios con el que pretenden consolarnos no tiene nada que ver con el de Jesús.
Y por eso, abrirle la puerta solamente a él, deshecho también por la muerte de su amigo Lázaro. A ese Jesús que también preguntaba “por qué”, que se atrevió a decir que no quería morir y que gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Dejarle entrar, y sentarse junto nosotros, y llorar porque Mirentxu ya no está a nuestro lado y porque no está dormida sino muerta.
Aceptar su silencio, tan impotente como el nuestro y también sus lágrimas. Apoyar la cabeza sobre su hombro y hablarle de ella, y de cuánto la queríamos, y del hueco que nos deja.
Dejar que su presencia vaya dándonos seguridad y amansándonos la rebeldía, no el dolor. Consentir que, tímidamente, se nos vaya encendiendo en medio de la oscuridad la llamita de una fe vacilante; escuchar su voz que nos asegura  que Mirentxu está en buenas manos.
Pedir a Jesús que ponga la roca de su propia fe debajo de nuestros pies, que nos deje apoyarnos en la confianza inquebrantable que él tenía en aquél a quien llamaba Abba, Padre.
Confesarle que aborrecemos las calcomanías de colores chillones que nos presentan un cielo lleno de ángeles tocando el arpa y personajes vestidos de blanco y palmas en las manos, como en un interminable domingo de Ramos y sin más aliciente que la visión beatífica. Escucharle recordarnos que él de lo que habló fue de un hogar caliente con sitio para todos, de una mesa abierta en la que habrá buena comida y vinos de solera, de un Dios que enjugará las lágrimas de todos los rostros y lavará los pies de sus hijos, llenos de polvo del camino. Y que no tiene la culpa de que luego vengan algunos teólogos y lo compliquen todo.
Quedamos con él y entre nosotros en que lo de Mirentxu no se va a acabar aquí: que vamos a seguir cuidando el tejido relacional que ella ha dejado a medias, y que cada uno va a encargarse de recordar a los otros que ella nos sigue animando en una tarea en la que queda mucho por hacer.
Son las 12 de la noche y cierran la sala donde estamos. Fuera ha descargado una tormenta y huele a asfalto mojado. Nos abrazamos fuerte y nos miramos sin decirnos más que “Hasta mañana”.
Pero cada uno de nosotros ha vuelto a encontrar, como tantas veces nos ocurría al estar junto a Mirentxu, la certeza de que la muerte no tiene la última palabra y de que la Vida es siempre más fuerte.
* Dolores Aleixandre es religiosa del Sagrado Corazón y teóloga
Serie “Aprender a contactar con Dios”, de Dolores Aleixandre:

Contemplar a Jesús para conocerlo internamente

Compañeros en el camino. Dolores Alexandre, Sal Terrae, 1995


A) PÓRTICO DE ENTRADA
Hay dos escenas en los evangelios que son como el preludio y el marco de lo que va a ser toda la vida pública de Jesús: el bautismo y las tentaciones. Podemos leerlas oyendo la misma «banda sonora», la misma melodía que escuchábamos en la etapa oculta de su vida. Y lo que se nos invita a descubrir en ellas es el manantial de donde brotan las actitudes, los gestos, las palabras que van a acompañar su vida itinerante.
Los narradores del bautismo (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Le 3,21-22) intentan que sintamos cómo Jesús, envuelto en la ternura de su Padre, oye una afirmación emocionada como la que cualquier padre o madre de la tierra harían de un hijo suyo: «Hijo mío, ¡cuánto te quiero! Tengo volcado en ti todo mi amor y mi alegría. Te llevo en la niña de mis ojos y en mi corazón. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío...»
Lo mismo que en Belén fue necesario que los ángeles «señalaran» en dirección al signo de un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, ahora hace falta una voz que resuene por encima de este hombre, puesto como uno de tantos, en la fila de los pecadores y esperando ser bautizado por Juan. Pero eso «es cosa del Padre»; «lo de Jesús» es hacerse «en todo semejante a nosotros», hundirse en la masa humana. Y precisamente ahí ve «los cielos abiertos», es decir, toma conciencia de que entre él y su Padre fluye una co­municación ininterrumpida y única, y se sabe invadido y conducido por el Espíritu de ese Dios, al que puede llamar familiar e íntimamente: «!Abbá
Los textos sobre las tentaciones (Mt 4,1-11; Mc 1,12­ 13; Le 4,1-13) son una consecuencia de esto. «Ahí está el secreto de la fuerza que emanaba de él», parecen decimos los evangelistas: «por eso le encontráis aquí, como lo veréis en el resto de su vida, tan aferrado, tan adherido afectiva­ mente a lo que va descubriendo como el querer de su Padre, que es la vida de todos nosotros. Él no ha venido a preo­cuparse de su propio pan, sino de que comamos todos. No ha venido a que le lleven en volandas los ángeles, a acaparar fama y 'hacerse un nombre' (cf. Gn 11,4), sino a dar a conocer el nombre del Padre y a llevamos a nosotros sobre sus hombros, como lleva un pastor a la oveja que ha perdido. No a poseer, dominar y ser el centro, sino a servir y dar la vida»


B) EN EL UMBRAL DE LA ORACIÓN
La oración de este día (o de estos días) podría ser una pro­longación de la que se proponía en el cap. 7: «Tocar el Verbo de la Vida» y tratar de entrar en relación orante con Jesús a través de algunos de sus encuentros con hombres, mujeres, enfermos, gente perdida... Son iconos que no retienen nuestra mirada, sino que nos invitan a dirigida a los ojos y al co­razón, a la boca y a los oídos, a las manos y pies de Aquel que se acercó a ellos y transformó sus vidas.
1.      Lee Mc 1,29-31: al comienzo de la escena, vemos a una mujer postrada, separada, poseída por la fiebre. Al final, esa misma mujer, ya curada, está integrada en la comunidad y sirviendo a los demás, es decir, en ese lugar al que remite siempre Jesús a los que le siguen, porque ahí «se tiene parte con él» (cf. Jn 13,8). En el centro del texto está la clave de la transformación: «Jesús se acercó y, tomándola de la mano, la levantó».
Ø       Contempla esa mano tendida de Jesús. Es su primer gesto silencioso en el evangelio de Marcos, y en él se evoca como en esbozo todo lo que ha venido a ser para la hu­manidad caída: una mano tendida que nos agarra para sa­camos de nuestra postración, para libramos de nuestras fiebres, para conducimos hacia el servicio de sus hermanos más pequeños. «Había en él una fuerza para sanar...» (Lc 5,17).
Entra en el ámbito de esa fuerza, déjate levantar por esa mano, agradece la fuerza y la liberación que te llegan a través de ella. Pregúntate por el potencial que hay en las tuyas: ¿cómo fluye?, ¿hacia quiénes?, ¿retienen o entre­gan?, ¿hunden o levantan?...

2.      Lee en Mt 8,1-4 la curación del leproso. Toda la fuerza del texto está en el contraste entre, por una parte, el horror y el deseo de huida que produce la lepra y, por otra, la aproximación de la mano de Jesús hasta tocar a aquel hombre y limpiarlo.
Ø       Contempla esas manos de Jesús que no temen entrar en contacto con la suciedad, la podredumbre, la miseria humana...: todo aquello a lo que nosotros tenemos horror. Siente que su mano está tendida también hacia ti y que desea transformarte en alguien limpio, sano y libre. Déjate tocar por ella y pídele que te permita caminar a su lado para acercarte con él a tantos hombres y mujeres que son los «leprosos» de hoy y a los que él sigue queriendo tocar, bendecir, curar, devolver la dignidad.

3.      Lee Mt 9,9: el sujeto del primer verbo es Jesús: «vio a un hombre llamado Mateo». Ese hombre está pasivo, «sentado en el despacho de impuestos», atrapado por su condición de recaudador, atado a una profesión que le hace despreciable a los ojos de todos. Pero los ojos de Jesús han sabido ver más allá de las apariencias: han visto en el publicano a un discípulo, a un seguidor. Para esa mirada nadie está senten­ciado ni calificado definitivamente, sino que tiene el futuro por delante. «Sígueme», le dice; y «él se levantó y lo siguió». Mateo se ha sentido mirado por primera vez de otra manera: alguien cree en él y lo llama, y por eso se convierte en alguien dinámico que deja atrás su pasado, asume el protagonismo de su propia vida y se pone en marcha detrás del que fue capaz de mirarle así.
Ø       Contempla la mirada de Jesús sobre Mateo y siente que tú eres Mateo. Déjate mirar por unos ojos que ven en ti mucho más adentro de lo que ven los demás y de lo que tú ves de ti mismo. No se fija en tus defectos ni en tus incapacidades; no le preocupa lo que ya eres, sino que ve en ti todas las posibilidades escondidas que él mismo ha puesto en ti y que quizá tú desconoces. Fíate más de sus ojos que de los tuyos; cree que su mirada y su llamada pueden hacer de ti un discípulo. Pídele que te enseñe a mirar así a los demás, que te haga como él, incapaz de sentenciar a nadie, de condenar a nadie, de pensar de nadie que no es capaz de cambiar...

4.      En Lc 19,1-10 encontramos el icono de Zaqueo.
Ø       Lee despacio la escena sintiéndote dentro de ella: también tú acaparas muchas «riquezas injustas»: lo que sabes, puedes, tienes...; también tú quieres saber quién es Jesús; también tú eres «pequeño de estatura» para poder verle, y muchos tipos de «multitudes» te lo están impi­diendo; también tú estás tratando de poner algún medio para verle.
«Jesús, llegando a aquel sitio, alzó la vista...»
Antes de que os dijera a Zaqueo y a ti: «Baja pronto, que quiero hospedarme en tu casa», su mirada os ha ha­blado de acogida incondicional, de su deseo de encon­trarse con él y contigo, de la alegría que le da su presencia y la tuya, de las expectativas de amistad que tiene sobre él y sobre ti.
En su mirada no hay, en ese primer momento, ni exi­gencia, ni corrección, ni siquiera llamada a la conversión; tan sólo hay una oferta de perdón gratuito y una llamada a entrar en otro nivel de relación.
Deja que fluyan en ti el agradecimiento, la alegría de ser mirado así, de recibir esa llamada a una mayor intimi­dad. Sé consciente de que la transformación de Zaqueo, su conversión a la justicia y la generosidad nacieron de ahí. Ponte delante de Jesús con «todos tus bienes» y dile qué quieres hacer con ellos. Escucha como pronunciadas para ti las palabras de Jesús:
«El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido...»

5.      Entre todas las palabras que pronunciaron los labios de Jesús, vamos a escuchar algunas que giran en tomo a dos temas que parecen contradictorios y no lo son: el ánimo y la exigencia. Están tomadas del evangelio de san Lucas (en algún rato de lectura podrías ir buscando las de otro evan­gelista):
Ø       Ponte delante de Jesús, consciente de que necesitas sus palabras de consuelo y de aliento, y trae contigo a la oración a tanta gente abatida, desalentada, desesperan­zada, herida... Escucha con el corazón unas palabras que nacen de la misión que el Padre ha confiado a su Hijo y que el Segundo Isaías expresa así:
«Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios...»
«El Señor me ha dado una lengua de discípulo para que haga saber al cansado una palabra alentadora» (ls 40,1; 50,4).
«No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32).
«No necesitan médico los sanos, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a con­versión a los justos, sino a los pecadores» (Lc 5,32).
«Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz» (Lc 8,48).
«Tus pecados te quedan perdonados» (Lc 5,23).
«Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido» (Lc 15,6).
«Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19,8).

6.      Recordando de nuevo la expresión de Mons. Angelelli, a Jesús lo encontramos siempre con un oído puesto en el Padre y otro en la gente:
«De madrugada, muy oscuro todavía, se levan­tó. Salió y se fue a un lugar solitario, y allí es­tuvo orando» (Mc 1,35).
Ø       Revive internamente la escena, trata de visualizarla en todos sus detalles. Tú también estás ahí en esa madru­gada, inmerso en la oscuridad que aún envuelve las casas de Cafarnaüm. Tu mirada apenas distingue la sombra de Jesús, que sale silenciosamente de una de esas casas; pero tus oídos atentos escuchan el leve rumor de sus pisadas.
Vas detrás de él calladamente hasta el lugar en que va a ponerse a orar. Contempla su actitud, su postura; trata de intuir qué palabras del Padre está escuchando: «Tú eres mi hijo amado, en ti tengo puesta toda mi complacencia...»
Escúchalas como dirigidas también a ti ya cada uno de tus hermanos.

7.      Hablar de los pies de Jesús es hablar de su camino y de su búsqueda, de su cansancio y de su decisión de llegar hasta el final. Se detuvieron junto al pozo de Siquem para esperar a la mujer samaritana (Jn 4,5), y a la salida de Jericó para aguardar a Bartimeo (Mc 10,46); le llevaron al Tabor en un momento de luminosidad y transfiguración, ya Jerusalén, a pesar del peligro que allí le acechaba. Una mujer los ungió con perfume (Le 7,36-50); dos de ellas, María Magdalena y la otra María, cuando él les salió al encuentro en la maña­na de la resurrección, «se asieron a sus pies y lo adoraron» (Mt 28,9).
Ø       Acércate también tú a contemplar los pies de Jesús y a bendecirlos, a abrazarlos y a ungirlos. Trae contigo todo tu agradecimiento por las veces que han salido en tu busca hasta encontrarte, porque te han esperado en las encru­cijadas de tus caminos, porque han marchado delante de ti cuando no sabías por dónde ibas, detrás de ti para de­fenderte del peligro, junto a ti cuando te creías solo...
Da gracias al Padre por este caminante infatigable que nos ha regalado en su Hijo. Háblale de tu deseo de recorrer sus mismos caminos y de no cansarte de estar, como él, lavando los pies de los que están más agotados.

8.      El término corazón es una de esas palabras que hacen referencia a la totalidad de la persona, a su centro original e íntimo, allí donde se configuran sus comportamientos. Po­demos conocer el corazón de alguien a través de dos de sus emociones básicas: la compasión y la alegría. En Mc 6,34 leemos:
«Al desembarcar, vio a mucha gente y sintió compasión de ellos, porque estaban como ove­jas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles largamente».
Ø       Mézclate con aquella gente, siéntete envuelto en la mirada cargada de ternura y de acogida de Jesús. No te hace ningún reproche, no te señala nada negativo, no te exige que hagas esto o lo otro... Tan sólo te mira y te acepta tal como eres. Respira hondo y déjate invadir por la paz de esa acogida incondicional. Da después un paseo tratan­do de mirar a la gente como lo haría Jesús. En Mt 11,25-27 leemos:
«En aquel momento, Jesús se llenó de alegría en el Esprritu Santo y dijo: 'Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocul­tado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, eso es lo que te ha parecido bien...'»
Ø       Acércate a Jesús, que quiere comunicarte que la fuente de su alegría consiste para él en coincidir con el Padre en su preferencia por los pequeños. Pídele que te dé parte con él en esa «afinidad» que es el secreto de su gozo y que puede serio también del tuyo...

9.      En el Magnificat, después de sentirse mirada por Dios, también María contempla el mundo con los ojos de Dios y descubre, por debajo de las apariencias, cuál es el fondo de la realidad y el sentido de la historia humana, y es su mirada contemplativa la que le revela hacia dónde se inclinan el corazón y las preferencias de ese Dios que nunca es imparcial.
Ø       Acércate a María y pídele que ella, que conoció me­jor que nadie a Jesús, te contagie su manera de mirar y de proclamar:
«A los hambrientos los colma de bienes..., enaltece a los humildes..., se acuerda de su misericordia…»


C) OTROS CAMINOS DE BÚSQUEDA
1. Se llama Jesús
«Dios ha venido a casa, desdiciéndose de su gloria.
Ha pedido permiso
al vientre de una niña sacudida por un decreto del César
y se ha hecho uno de nosotros:
un palestino de tantos en su calle sin número,
semi artesano de toscos quehaceres,
que ve pasar los romanos y los vencejos,
que muere, después, de mala muerte matada,
                                                        fuera de la Ciudad.

Ya sé
que hace mucho
                            que lo sabéis,
                                               que os lo dicen,
que lo sabéis fríamente,
porque os lo han dicho con palabras frías...

Yo quiero que lo sepáis
de golpe,
                   hoy, quizás
por primera vez,
absortos, desconcertados, libres de todo mito,
libres de tantas mezquinas libertades.

Quiero que os lo diga el Espíritu
                   ¡como un hachazo en tronco vivo!
Quiero que lo sintáis como una oleada de sangre
en el corazón de la rutina,
en medio de esta carrera de ruedas entrechocadas.

Quiero que tropecéis con él
como se tropieza con la puerta de Casa,
retornados de la guerra bajo la mirada
y el beso impaciente del Padre.

Quiero que Lo gritéis
como un alarido de victoria por la guerra perdida,
o como el alumbramiento sangrante de la esperanza
en el lecho de vuestro tedio, noche adentro,
apagada toda ciencia.
Quiero que Lo encontréis, en un total abrazo,
Compañero, Amor, Respuesta.

Podréis dudar de que haya venido a casa,
si esperáis que os muestre la patente de los prodigios,
si queréis que os sancione la desidia de la vida.
Pero no podéis negar que se llama Jesús con patente de pobre. y no podéis- negarme que Lo estáis esperando
con la loca carencia de vuestra vida repudiada
como se espera el aliento para salir de la asfixia
cuando ya la muerte se enroscaba al cuello
como una serpiente de preguntas. .

Se llama Jesús.
Se llama como nos llamaríamos
si fuéramos, de verdad, nosotros»
 (P. CASALDÁLlGA).


2. La oración de Jesús

«A medida que leemos el Evangelio, nos encontramos cómo Jesús al caminar, mientras amaba a los hermanos y los servía, 'levantaba los ojos al cielo'. Es un gesto que a nosotros nos parece muy corriente, pero que en el mundo de Jesús es muy extraño.
»Llega a él un pobre, un enfermo, un sordomudo, un ciego, un cojo..., Y él lo toma en sus manos y, mientras le devuelve la vida, levanta los ojos al cielo. En ese instante, cuando se encuentra con alguien que está destruido, enteramente perdido, que ha muerto, sus manos lo tocan y sus ojos se levantan al cielo.
»Y cuando ha reunido a los hermanos en torno a estos pequeños, llenándolos con la palabra del Evangelio y sentándolos a la mesa para darles el pan y curarles las heridas, mientras lo hacía -dice el Evangelio-, levantaba los ojos al cielo.
»Y es un gesto extraño, porque los judíos en su tiempo también rezaban mucho y se paraban a rezar en la calle, pero mirando hacia el Templo o con la mirada baja -se supone que para levantar el corazón hacia arriba-; pero el gesto de Jesús consiste en mirar al Padre con las manos extendidas: es la oración en medio de la vida. Es decir, que la oración que aprendo de Jesús no consiste en ponerme a mirar pia­dosamente a mi corazón, sino que, mientras estoy sosteniendo a mis hermanos entre mis manos, partiéndoles el pan y curándoles las heridas, en ese mismo momento dirijo mi mirada al Padre. y no se sabe si abro las manos a los hermanos porque tengo puesta mi mirada en el Padre, o es que miro al Padre, porque tengo las manos puestas en los hermanos: es un único acontecimiento.
»Pero resulta que, si su existencia era una oración, o su oración era su misma existencia, parecería entonces que no tenía necesidad de salir fuera del camino para ir al desierto; y, sin embargo, el Evangelio nos descubre que Jesús no solamente oraba al caminar, y mientras caminaba y amaba y servía levantando los ojos al cielo, sino que salía fuera del camino a la soledad. Esta palabra, 'soledad', casi tampoco sabemos qué es. Le hemos acompañado, perdidos entre los discípulos, Y vamos a mirarle ahora de cerca, en este momento en que sale fuera del camino.
»Estamos en Cafarnaúm, son las 9 de la tarde, está cayendo la noche; él no ha descansado nada en todo el día -'no tenía tiempo ni para comer'-. Eran muchos los pro­blemas, la jornada de Cafarnaúm había sido agotadora y, para colmo, al anochecer, todo el pueblo se había enterado de que aquella noche dormía allí; y entonces le llevaron al cojo, a la 'vieja, al otro... ' y entonces el problema ya no era el cansancio -que lo tenía, y grande-, sino la angustia. Ver a sus hermanos con tantos dolores, con tantas heridas, despojados Y abatidos como ovejas sin pastor, hacía que sus entrañas se conmovieran con tal intensidad, que necesitaba marcharse a la soledad, necesitaba gritar '¡Abbá!', pero no para él, sino en nombre de todos ellos.
»Salir fuera del camino era una necesidad imperiosa, pero no para perderle de vista, sino para tomarle más entero en las entrañas, para recoger todas las lágrimas, todas las esperanzas, todos los dolores, todas las noches, todos los amaneceres de los pobres, y adentrarse después con ellos en el desierto.
»Entonces, en aquella casa de Pedro donde durmió aque­lla noche, a la mañana siguiente, aún de noche, mucho antes del amanecer, se levantó, salió y se retiró a un lugar solitario; y allí estaba orando (Mc 1,35). Era tal el peso del amor y del dolor que sentía en sus entrañas, que ya no tenía a quién confesárselo; le sobrepasaba, y por eso necesitaba marcharse, pero no para dejar el camino, sino para retomarlo cuando amaneciera otra vez, marchar a otra aldea y continuar.
»La soledad no es una campana de cristal para escon­derse; la soledad del Maestro está llena de aullidos humanos y diabólicos, de las terribles fuerzas del mal, de todos los dolores humanos, de sus angustias y esperanzas, y también de la sonrisa de los niños, de la bondad de la suegra de Pedro que le había puesto la cena, del niño que había ofrecido su bocadillo de peces asados para la multitud. Todo aquello era el entramado de su soledad, y con aquello se iba él al desierto. El necesita el desierto» (M. LEGIDO).

D) CELEBRAR LO VIVIDO

Puede hacerse un tiempo de oración compartida sobre el don que supone para cada uno haber encontrado a Jesús, después de haber leído en voz alta estos textos, haciendo una breve pausa de silencio entre uno y otro:
«El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt 13,44).
«Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enrique­cidos en todo, en toda palabra y en todo co­nocimiento, en la medida en que se ha confir­mado en vosotros hasta el punto de que no os falta ningún don a los que aguardáis la mani­festación de nuestro Señor Jesucristo. Él os confirmará hasta el final para que en el día de nuestro Señor Jesucristo seáis irreprochables.
Fiel es Dios, el que os llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro» (1 Cor 1,3-9).
«Dios ha querido damos a conocer cuál es la espléndida riqueza que significa ese secreto: Cristo para vosotros, esperanza de gloria» (Col 1,27).
«Si el oro que perece se aquilata al fuego, vues­tra fe, que es más preciosa, será aquilatada para recibir alabanza, honor y gloria cuando se re­vele Jesucristo. No lo habéis visto, y lo amáis; sin verlo, creéis en él y os alegráis con gozo indecible y glorioso...» (1 Pe 1,7-8).