30.3.11

Contemplar a Jesús para conocerlo internamente

Compañeros en el camino. Dolores Alexandre, Sal Terrae, 1995


A) PÓRTICO DE ENTRADA
Hay dos escenas en los evangelios que son como el preludio y el marco de lo que va a ser toda la vida pública de Jesús: el bautismo y las tentaciones. Podemos leerlas oyendo la misma «banda sonora», la misma melodía que escuchábamos en la etapa oculta de su vida. Y lo que se nos invita a descubrir en ellas es el manantial de donde brotan las actitudes, los gestos, las palabras que van a acompañar su vida itinerante.
Los narradores del bautismo (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Le 3,21-22) intentan que sintamos cómo Jesús, envuelto en la ternura de su Padre, oye una afirmación emocionada como la que cualquier padre o madre de la tierra harían de un hijo suyo: «Hijo mío, ¡cuánto te quiero! Tengo volcado en ti todo mi amor y mi alegría. Te llevo en la niña de mis ojos y en mi corazón. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío...»
Lo mismo que en Belén fue necesario que los ángeles «señalaran» en dirección al signo de un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, ahora hace falta una voz que resuene por encima de este hombre, puesto como uno de tantos, en la fila de los pecadores y esperando ser bautizado por Juan. Pero eso «es cosa del Padre»; «lo de Jesús» es hacerse «en todo semejante a nosotros», hundirse en la masa humana. Y precisamente ahí ve «los cielos abiertos», es decir, toma conciencia de que entre él y su Padre fluye una co­municación ininterrumpida y única, y se sabe invadido y conducido por el Espíritu de ese Dios, al que puede llamar familiar e íntimamente: «!Abbá
Los textos sobre las tentaciones (Mt 4,1-11; Mc 1,12­ 13; Le 4,1-13) son una consecuencia de esto. «Ahí está el secreto de la fuerza que emanaba de él», parecen decimos los evangelistas: «por eso le encontráis aquí, como lo veréis en el resto de su vida, tan aferrado, tan adherido afectiva­ mente a lo que va descubriendo como el querer de su Padre, que es la vida de todos nosotros. Él no ha venido a preo­cuparse de su propio pan, sino de que comamos todos. No ha venido a que le lleven en volandas los ángeles, a acaparar fama y 'hacerse un nombre' (cf. Gn 11,4), sino a dar a conocer el nombre del Padre y a llevamos a nosotros sobre sus hombros, como lleva un pastor a la oveja que ha perdido. No a poseer, dominar y ser el centro, sino a servir y dar la vida»


B) EN EL UMBRAL DE LA ORACIÓN
La oración de este día (o de estos días) podría ser una pro­longación de la que se proponía en el cap. 7: «Tocar el Verbo de la Vida» y tratar de entrar en relación orante con Jesús a través de algunos de sus encuentros con hombres, mujeres, enfermos, gente perdida... Son iconos que no retienen nuestra mirada, sino que nos invitan a dirigida a los ojos y al co­razón, a la boca y a los oídos, a las manos y pies de Aquel que se acercó a ellos y transformó sus vidas.
1.      Lee Mc 1,29-31: al comienzo de la escena, vemos a una mujer postrada, separada, poseída por la fiebre. Al final, esa misma mujer, ya curada, está integrada en la comunidad y sirviendo a los demás, es decir, en ese lugar al que remite siempre Jesús a los que le siguen, porque ahí «se tiene parte con él» (cf. Jn 13,8). En el centro del texto está la clave de la transformación: «Jesús se acercó y, tomándola de la mano, la levantó».
Ø       Contempla esa mano tendida de Jesús. Es su primer gesto silencioso en el evangelio de Marcos, y en él se evoca como en esbozo todo lo que ha venido a ser para la hu­manidad caída: una mano tendida que nos agarra para sa­camos de nuestra postración, para libramos de nuestras fiebres, para conducimos hacia el servicio de sus hermanos más pequeños. «Había en él una fuerza para sanar...» (Lc 5,17).
Entra en el ámbito de esa fuerza, déjate levantar por esa mano, agradece la fuerza y la liberación que te llegan a través de ella. Pregúntate por el potencial que hay en las tuyas: ¿cómo fluye?, ¿hacia quiénes?, ¿retienen o entre­gan?, ¿hunden o levantan?...

2.      Lee en Mt 8,1-4 la curación del leproso. Toda la fuerza del texto está en el contraste entre, por una parte, el horror y el deseo de huida que produce la lepra y, por otra, la aproximación de la mano de Jesús hasta tocar a aquel hombre y limpiarlo.
Ø       Contempla esas manos de Jesús que no temen entrar en contacto con la suciedad, la podredumbre, la miseria humana...: todo aquello a lo que nosotros tenemos horror. Siente que su mano está tendida también hacia ti y que desea transformarte en alguien limpio, sano y libre. Déjate tocar por ella y pídele que te permita caminar a su lado para acercarte con él a tantos hombres y mujeres que son los «leprosos» de hoy y a los que él sigue queriendo tocar, bendecir, curar, devolver la dignidad.

3.      Lee Mt 9,9: el sujeto del primer verbo es Jesús: «vio a un hombre llamado Mateo». Ese hombre está pasivo, «sentado en el despacho de impuestos», atrapado por su condición de recaudador, atado a una profesión que le hace despreciable a los ojos de todos. Pero los ojos de Jesús han sabido ver más allá de las apariencias: han visto en el publicano a un discípulo, a un seguidor. Para esa mirada nadie está senten­ciado ni calificado definitivamente, sino que tiene el futuro por delante. «Sígueme», le dice; y «él se levantó y lo siguió». Mateo se ha sentido mirado por primera vez de otra manera: alguien cree en él y lo llama, y por eso se convierte en alguien dinámico que deja atrás su pasado, asume el protagonismo de su propia vida y se pone en marcha detrás del que fue capaz de mirarle así.
Ø       Contempla la mirada de Jesús sobre Mateo y siente que tú eres Mateo. Déjate mirar por unos ojos que ven en ti mucho más adentro de lo que ven los demás y de lo que tú ves de ti mismo. No se fija en tus defectos ni en tus incapacidades; no le preocupa lo que ya eres, sino que ve en ti todas las posibilidades escondidas que él mismo ha puesto en ti y que quizá tú desconoces. Fíate más de sus ojos que de los tuyos; cree que su mirada y su llamada pueden hacer de ti un discípulo. Pídele que te enseñe a mirar así a los demás, que te haga como él, incapaz de sentenciar a nadie, de condenar a nadie, de pensar de nadie que no es capaz de cambiar...

4.      En Lc 19,1-10 encontramos el icono de Zaqueo.
Ø       Lee despacio la escena sintiéndote dentro de ella: también tú acaparas muchas «riquezas injustas»: lo que sabes, puedes, tienes...; también tú quieres saber quién es Jesús; también tú eres «pequeño de estatura» para poder verle, y muchos tipos de «multitudes» te lo están impi­diendo; también tú estás tratando de poner algún medio para verle.
«Jesús, llegando a aquel sitio, alzó la vista...»
Antes de que os dijera a Zaqueo y a ti: «Baja pronto, que quiero hospedarme en tu casa», su mirada os ha ha­blado de acogida incondicional, de su deseo de encon­trarse con él y contigo, de la alegría que le da su presencia y la tuya, de las expectativas de amistad que tiene sobre él y sobre ti.
En su mirada no hay, en ese primer momento, ni exi­gencia, ni corrección, ni siquiera llamada a la conversión; tan sólo hay una oferta de perdón gratuito y una llamada a entrar en otro nivel de relación.
Deja que fluyan en ti el agradecimiento, la alegría de ser mirado así, de recibir esa llamada a una mayor intimi­dad. Sé consciente de que la transformación de Zaqueo, su conversión a la justicia y la generosidad nacieron de ahí. Ponte delante de Jesús con «todos tus bienes» y dile qué quieres hacer con ellos. Escucha como pronunciadas para ti las palabras de Jesús:
«El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido...»

5.      Entre todas las palabras que pronunciaron los labios de Jesús, vamos a escuchar algunas que giran en tomo a dos temas que parecen contradictorios y no lo son: el ánimo y la exigencia. Están tomadas del evangelio de san Lucas (en algún rato de lectura podrías ir buscando las de otro evan­gelista):
Ø       Ponte delante de Jesús, consciente de que necesitas sus palabras de consuelo y de aliento, y trae contigo a la oración a tanta gente abatida, desalentada, desesperan­zada, herida... Escucha con el corazón unas palabras que nacen de la misión que el Padre ha confiado a su Hijo y que el Segundo Isaías expresa así:
«Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios...»
«El Señor me ha dado una lengua de discípulo para que haga saber al cansado una palabra alentadora» (ls 40,1; 50,4).
«No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32).
«No necesitan médico los sanos, sino los que están enfermos. No he venido a llamar a con­versión a los justos, sino a los pecadores» (Lc 5,32).
«Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz» (Lc 8,48).
«Tus pecados te quedan perdonados» (Lc 5,23).
«Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido» (Lc 15,6).
«Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19,8).

6.      Recordando de nuevo la expresión de Mons. Angelelli, a Jesús lo encontramos siempre con un oído puesto en el Padre y otro en la gente:
«De madrugada, muy oscuro todavía, se levan­tó. Salió y se fue a un lugar solitario, y allí es­tuvo orando» (Mc 1,35).
Ø       Revive internamente la escena, trata de visualizarla en todos sus detalles. Tú también estás ahí en esa madru­gada, inmerso en la oscuridad que aún envuelve las casas de Cafarnaüm. Tu mirada apenas distingue la sombra de Jesús, que sale silenciosamente de una de esas casas; pero tus oídos atentos escuchan el leve rumor de sus pisadas.
Vas detrás de él calladamente hasta el lugar en que va a ponerse a orar. Contempla su actitud, su postura; trata de intuir qué palabras del Padre está escuchando: «Tú eres mi hijo amado, en ti tengo puesta toda mi complacencia...»
Escúchalas como dirigidas también a ti ya cada uno de tus hermanos.

7.      Hablar de los pies de Jesús es hablar de su camino y de su búsqueda, de su cansancio y de su decisión de llegar hasta el final. Se detuvieron junto al pozo de Siquem para esperar a la mujer samaritana (Jn 4,5), y a la salida de Jericó para aguardar a Bartimeo (Mc 10,46); le llevaron al Tabor en un momento de luminosidad y transfiguración, ya Jerusalén, a pesar del peligro que allí le acechaba. Una mujer los ungió con perfume (Le 7,36-50); dos de ellas, María Magdalena y la otra María, cuando él les salió al encuentro en la maña­na de la resurrección, «se asieron a sus pies y lo adoraron» (Mt 28,9).
Ø       Acércate también tú a contemplar los pies de Jesús y a bendecirlos, a abrazarlos y a ungirlos. Trae contigo todo tu agradecimiento por las veces que han salido en tu busca hasta encontrarte, porque te han esperado en las encru­cijadas de tus caminos, porque han marchado delante de ti cuando no sabías por dónde ibas, detrás de ti para de­fenderte del peligro, junto a ti cuando te creías solo...
Da gracias al Padre por este caminante infatigable que nos ha regalado en su Hijo. Háblale de tu deseo de recorrer sus mismos caminos y de no cansarte de estar, como él, lavando los pies de los que están más agotados.

8.      El término corazón es una de esas palabras que hacen referencia a la totalidad de la persona, a su centro original e íntimo, allí donde se configuran sus comportamientos. Po­demos conocer el corazón de alguien a través de dos de sus emociones básicas: la compasión y la alegría. En Mc 6,34 leemos:
«Al desembarcar, vio a mucha gente y sintió compasión de ellos, porque estaban como ove­jas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles largamente».
Ø       Mézclate con aquella gente, siéntete envuelto en la mirada cargada de ternura y de acogida de Jesús. No te hace ningún reproche, no te señala nada negativo, no te exige que hagas esto o lo otro... Tan sólo te mira y te acepta tal como eres. Respira hondo y déjate invadir por la paz de esa acogida incondicional. Da después un paseo tratan­do de mirar a la gente como lo haría Jesús. En Mt 11,25-27 leemos:
«En aquel momento, Jesús se llenó de alegría en el Esprritu Santo y dijo: 'Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocul­tado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, eso es lo que te ha parecido bien...'»
Ø       Acércate a Jesús, que quiere comunicarte que la fuente de su alegría consiste para él en coincidir con el Padre en su preferencia por los pequeños. Pídele que te dé parte con él en esa «afinidad» que es el secreto de su gozo y que puede serio también del tuyo...

9.      En el Magnificat, después de sentirse mirada por Dios, también María contempla el mundo con los ojos de Dios y descubre, por debajo de las apariencias, cuál es el fondo de la realidad y el sentido de la historia humana, y es su mirada contemplativa la que le revela hacia dónde se inclinan el corazón y las preferencias de ese Dios que nunca es imparcial.
Ø       Acércate a María y pídele que ella, que conoció me­jor que nadie a Jesús, te contagie su manera de mirar y de proclamar:
«A los hambrientos los colma de bienes..., enaltece a los humildes..., se acuerda de su misericordia…»


C) OTROS CAMINOS DE BÚSQUEDA
1. Se llama Jesús
«Dios ha venido a casa, desdiciéndose de su gloria.
Ha pedido permiso
al vientre de una niña sacudida por un decreto del César
y se ha hecho uno de nosotros:
un palestino de tantos en su calle sin número,
semi artesano de toscos quehaceres,
que ve pasar los romanos y los vencejos,
que muere, después, de mala muerte matada,
                                                        fuera de la Ciudad.

Ya sé
que hace mucho
                            que lo sabéis,
                                               que os lo dicen,
que lo sabéis fríamente,
porque os lo han dicho con palabras frías...

Yo quiero que lo sepáis
de golpe,
                   hoy, quizás
por primera vez,
absortos, desconcertados, libres de todo mito,
libres de tantas mezquinas libertades.

Quiero que os lo diga el Espíritu
                   ¡como un hachazo en tronco vivo!
Quiero que lo sintáis como una oleada de sangre
en el corazón de la rutina,
en medio de esta carrera de ruedas entrechocadas.

Quiero que tropecéis con él
como se tropieza con la puerta de Casa,
retornados de la guerra bajo la mirada
y el beso impaciente del Padre.

Quiero que Lo gritéis
como un alarido de victoria por la guerra perdida,
o como el alumbramiento sangrante de la esperanza
en el lecho de vuestro tedio, noche adentro,
apagada toda ciencia.
Quiero que Lo encontréis, en un total abrazo,
Compañero, Amor, Respuesta.

Podréis dudar de que haya venido a casa,
si esperáis que os muestre la patente de los prodigios,
si queréis que os sancione la desidia de la vida.
Pero no podéis negar que se llama Jesús con patente de pobre. y no podéis- negarme que Lo estáis esperando
con la loca carencia de vuestra vida repudiada
como se espera el aliento para salir de la asfixia
cuando ya la muerte se enroscaba al cuello
como una serpiente de preguntas. .

Se llama Jesús.
Se llama como nos llamaríamos
si fuéramos, de verdad, nosotros»
 (P. CASALDÁLlGA).


2. La oración de Jesús

«A medida que leemos el Evangelio, nos encontramos cómo Jesús al caminar, mientras amaba a los hermanos y los servía, 'levantaba los ojos al cielo'. Es un gesto que a nosotros nos parece muy corriente, pero que en el mundo de Jesús es muy extraño.
»Llega a él un pobre, un enfermo, un sordomudo, un ciego, un cojo..., Y él lo toma en sus manos y, mientras le devuelve la vida, levanta los ojos al cielo. En ese instante, cuando se encuentra con alguien que está destruido, enteramente perdido, que ha muerto, sus manos lo tocan y sus ojos se levantan al cielo.
»Y cuando ha reunido a los hermanos en torno a estos pequeños, llenándolos con la palabra del Evangelio y sentándolos a la mesa para darles el pan y curarles las heridas, mientras lo hacía -dice el Evangelio-, levantaba los ojos al cielo.
»Y es un gesto extraño, porque los judíos en su tiempo también rezaban mucho y se paraban a rezar en la calle, pero mirando hacia el Templo o con la mirada baja -se supone que para levantar el corazón hacia arriba-; pero el gesto de Jesús consiste en mirar al Padre con las manos extendidas: es la oración en medio de la vida. Es decir, que la oración que aprendo de Jesús no consiste en ponerme a mirar pia­dosamente a mi corazón, sino que, mientras estoy sosteniendo a mis hermanos entre mis manos, partiéndoles el pan y curándoles las heridas, en ese mismo momento dirijo mi mirada al Padre. y no se sabe si abro las manos a los hermanos porque tengo puesta mi mirada en el Padre, o es que miro al Padre, porque tengo las manos puestas en los hermanos: es un único acontecimiento.
»Pero resulta que, si su existencia era una oración, o su oración era su misma existencia, parecería entonces que no tenía necesidad de salir fuera del camino para ir al desierto; y, sin embargo, el Evangelio nos descubre que Jesús no solamente oraba al caminar, y mientras caminaba y amaba y servía levantando los ojos al cielo, sino que salía fuera del camino a la soledad. Esta palabra, 'soledad', casi tampoco sabemos qué es. Le hemos acompañado, perdidos entre los discípulos, Y vamos a mirarle ahora de cerca, en este momento en que sale fuera del camino.
»Estamos en Cafarnaúm, son las 9 de la tarde, está cayendo la noche; él no ha descansado nada en todo el día -'no tenía tiempo ni para comer'-. Eran muchos los pro­blemas, la jornada de Cafarnaúm había sido agotadora y, para colmo, al anochecer, todo el pueblo se había enterado de que aquella noche dormía allí; y entonces le llevaron al cojo, a la 'vieja, al otro... ' y entonces el problema ya no era el cansancio -que lo tenía, y grande-, sino la angustia. Ver a sus hermanos con tantos dolores, con tantas heridas, despojados Y abatidos como ovejas sin pastor, hacía que sus entrañas se conmovieran con tal intensidad, que necesitaba marcharse a la soledad, necesitaba gritar '¡Abbá!', pero no para él, sino en nombre de todos ellos.
»Salir fuera del camino era una necesidad imperiosa, pero no para perderle de vista, sino para tomarle más entero en las entrañas, para recoger todas las lágrimas, todas las esperanzas, todos los dolores, todas las noches, todos los amaneceres de los pobres, y adentrarse después con ellos en el desierto.
»Entonces, en aquella casa de Pedro donde durmió aque­lla noche, a la mañana siguiente, aún de noche, mucho antes del amanecer, se levantó, salió y se retiró a un lugar solitario; y allí estaba orando (Mc 1,35). Era tal el peso del amor y del dolor que sentía en sus entrañas, que ya no tenía a quién confesárselo; le sobrepasaba, y por eso necesitaba marcharse, pero no para dejar el camino, sino para retomarlo cuando amaneciera otra vez, marchar a otra aldea y continuar.
»La soledad no es una campana de cristal para escon­derse; la soledad del Maestro está llena de aullidos humanos y diabólicos, de las terribles fuerzas del mal, de todos los dolores humanos, de sus angustias y esperanzas, y también de la sonrisa de los niños, de la bondad de la suegra de Pedro que le había puesto la cena, del niño que había ofrecido su bocadillo de peces asados para la multitud. Todo aquello era el entramado de su soledad, y con aquello se iba él al desierto. El necesita el desierto» (M. LEGIDO).

D) CELEBRAR LO VIVIDO

Puede hacerse un tiempo de oración compartida sobre el don que supone para cada uno haber encontrado a Jesús, después de haber leído en voz alta estos textos, haciendo una breve pausa de silencio entre uno y otro:
«El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt 13,44).
«Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enrique­cidos en todo, en toda palabra y en todo co­nocimiento, en la medida en que se ha confir­mado en vosotros hasta el punto de que no os falta ningún don a los que aguardáis la mani­festación de nuestro Señor Jesucristo. Él os confirmará hasta el final para que en el día de nuestro Señor Jesucristo seáis irreprochables.
Fiel es Dios, el que os llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro» (1 Cor 1,3-9).
«Dios ha querido damos a conocer cuál es la espléndida riqueza que significa ese secreto: Cristo para vosotros, esperanza de gloria» (Col 1,27).
«Si el oro que perece se aquilata al fuego, vues­tra fe, que es más preciosa, será aquilatada para recibir alabanza, honor y gloria cuando se re­vele Jesucristo. No lo habéis visto, y lo amáis; sin verlo, creéis en él y os alegráis con gozo indecible y glorioso...» (1 Pe 1,7-8).

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